SON DEL ALMA

Para saber del amor, para entenderle,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
—con cuatrocientos cuerpos diferentes—
haber hecho el amor. Que sus misterios,
como dijo el poeta, son del alma,
pero el cuerpo es el libro en que se leen.

(GIL DE BIEDMA, Pandémica y celeste)

Pablo, 67, atlético y versátil. Trabajo con palabras. Busco similar para saber del amor, para entenderle. Sin foto no contesto.

Lo leo de nuevo. Después de tantas vueltas pienso que así está bien. Semejante esfuerzo para un pobre autorretrato de cien letras tira por tierra mi premio Planeta y veinte años dando clases de estilo literario. Pero bien, quiero ser indulgente: es mi primer acercamiento al Grindr, y aprender nuevos registros lleva un tiempo, siempre. Añado una foto, de antes del divorcio, con camisa de lino y el vientre plano, muy plano. Lo publico. Lo hago público. Me quito la máscara. Obedezco a mis amigos, divorciados ya todos o a la orilla del divorcio, viejas reverdecidas, estampa viva todos del derrumbe del sueño del matrimonio homosexual, plagio infame de un modelo marchito de economía del amor. Parido muerto.

Entiéndanme. Vengo yo de un siglo en el que teníamos costumbre de buscar el placer en el subsuelo. Me refiero, ya sabrán, al placer de la carne, a la llamada de la carne, al milenario sexo multiplicador de las especies. Entonces los códigos eran otros: la clandestinidad era la norma. Vivíamos el sexo desmedidamente, pero siempre en los márgenes. Éramos cucarachas gozosas y pródigas. Lo explica con fina poesía un primo mío que es obispo y cucaracha y sermonea muy bien a sus ovejas: nos corrompíamos y nos prostituíamos e íbamos a clubes de hombres nocturnos y encontrábamos el infierno. Bendito infierno aquel de cucarachas.

Ahora el infierno está en las redes, me dicen mis amigos, insectos ya conversos al nuevo ecosistema de la promiscuidad en digital. Uno vive treinta años de feliz y hermético matrimonio y le cambian el infierno de lugar, no hay derecho. Todo nuevo. Puro marketing: dientes blancos, bíceps firmes, cebo perfecto. Una copia sintética y cicatera del infierno.

Tirorí. Veinte segundos tarda en entrar el primer mensaje, con un timbre jovial. Siento la mano del placer llamando a la puerta de mi vientre. Mariposas, ya saben, u orugas más bien. El cuerpo guarda una exquisita memoria del placer. Hola, me dice. Es un perfil sin foto. Manu, 54 años, tierno y sensual, abierto a todo… No quiero responder, me propongo no hacerlo sin ver, al menos, la cara de Manu. Silencio. Hola, ¿qué tal?, insiste. Respondo: sin foto no voy a contestarte. Silencio. Dos minutos más tarde, titorí, de nuevo las orugas. En la pantalla me saluda Manu con todo un primer plano de su polla. Manu, 54 años… 21 centímetros de amor. Le respondo que gracias. Borro la conversación. El infierno, al fin.

Tengo decenas de conversaciones en pocos días. Voy perfeccionando el registro, me siento rápidamente cómodo. Recibo cientos de fotos y envío también algunas. Me despojo de la vergüenza. Lo voy mostrando todo.

Tomo una mañana una cerveza con mi agente. Me habla de la propuesta de un grupo editorial: algo sobre los derechos LGTBI ante la embestida de la ultraderecha. No presto mucha atención. Ninguna. Entonces suenan las orugas. Tirorí. Localizo el teléfono en el bolsillo, lo sujeto con fuerza y busco una excusa para escaparme al lavabo.

He estado viendo tu perfil. ¡Qué interesante! Estás guapísimo en las fotos. ¿Eres escritor? La campana de Pavlov. El deseo llamando a la puerta ante el puro anuncio digital: Pablo, 22 años, deportista, curioso. Estudio medicina, leo, practico el poliamor. ¿Te animas? No hay foto, pero sí un pequeño unicornio con la crin multicolor. Su descripción es tentadora, no puedo contenerme la respuesta. Escribo, sí, le digo. Le explico que llevo media vida haciéndolo… La otra media la dediqué a cosas insustanciales, entre ellas la medicina, mira qué casualidad. ¡Anda, fíjate!, responde ¿Y si te digo que la carrera pasa también por mí sin mojarme demasiado? Tengo espíritu de letras. ¿Y qué escribes?

Me despido de mi agente con torpeza. Ya pensaré en la oferta, digo. Pago la cerveza y pongo rumbo a casa. El teléfono me arde en la palma de la mano. Perdona, estaba ocupado, escribo lo que puedo, casi ya lo que me dejan. Quiero bromear, le digo que me han dado un premio al mejor microrrelato en Grindr. Grindr tiene sus cosas, ¿verdad?, dice. Grindr es un universo entero, le respondo: un magnífico catálogo de placeres y de horrores. Le pregunto si se ha parado a pensar en su significado: es muy revelador el nombre de las aplicaciones de consumo gay, grinder viene de trituradora… Me sorprende con todo un inventario de traducciones inquietantes: Scruff es nuca, Tinder algo parecido a combustible, Bender quiere decir juerga… El muchacho se maneja con soltura en el infierno digital. Toda una cucaracha del nuevo siglo, Pablo. ¿Y qué buscas por aquí?, pregunto. Quiero sonar ingenuo. Lo mismo que todos, imagino. Me explica que lleva tiempo navegando por aplicaciones de contactos, como la mayoría. Tiene ocho o diez conversaciones cada día, con gente muy diversa. Algunas quedan sólo en eso, aunque suele buscar al menos dos encuentros reales por semana. Haber podido hablar con ellos previamente le ayuda a desplegar el algoritmo de acción en cada caso. La mayoría de las veces queda sólo para follar, ya sabes: el cortejo virtual le ahorra muchas complicaciones y tiempo y esfuerzo. Aunque la verdadera economía está en el sexo virtual: estás en casa aburrido y tienes a tu alcance un mundo entero de personas con las mismas ganas que tú. Disparas, muerden, ya está todo hecho. Alguna de sus citas ha terminado en una relación más sólida, de varias semanas. Muchas veces se solapan los encuentros, otras se superponen por completo, no son pocas las ocasiones en que ha compartido conversación y encuentro y sexo con más de dos personas a la vez, hasta con cinco.

Alargo el paso, tengo urgencia de llegar a casa. Me encuentro en plena excitación y, al mismo tiempo, alguna cosa su conversación me inquieta: tal vez el modo de expresarse, que me resulta familiar, y las querencias. Pienso que de no haber sido por el abismo digital hubiera yo podido vivir de esa manera mi sexualidad con veinte años. Y su nombre, que es mi nombre.

Me dice que no vive en Madrid, como yo, sino en Valencia, pero Grindr me permite viajar, conocer gente de cualquier parte del mundo. Ya no es imprescindible la cercanía física para interactuar, es un avance. Y entonces la inquietud estalla en pánico.

Tengo las manos caladas en sudor y el móvil me resbala: ¿no vivirás en la calle del Maná número 15? Allí, en aquel lugar, pasé yo mis años de estudiante. Hay un silencio largo. Temo que haya abandonado la conversación… Vivo aquí, sí. ¿Cómo lo sabes? ¿Nos conocemos? Trato de disimular mi desazón, por no asustarlo. Hago todo lo posible por ocultar la anomalía del encuentro y me enredo en explicaciones del todo inverosímiles. Él me contesta que bueno, que da igual, que no quiere saberlo: esto está lleno de extrañezas y también de gente extraña. Aunque sepas dónde vivo, me tranquiliza pensar que no puedes perseguirme: estoy lejos de ti, en 1974. No puedo responderle. El móvil me mira desde encima de la mesa. Él se percata de mi perplejidad. Me explica que es la última versión de Grindr Prime, ¿no la conoces? Incluye también la posibilidad de hacer viajes en el tiempo. No es posible, quiero tranquilizarme. Aun en el caso delirante de que este joven Pablo sea yo, ¿cómo se explica un teléfono móvil 45 años atrás? ¡Me estás tomando el pelo! Deseo con toda mi fuerza que se trate de una broma. Y pienso en mis amigos.

Me dice mira esto. Y me envía el enlace a una noticia que habla la integración de la teoría cuántica en los algoritmos de las redes de contactos, un desafío a la continuidad del tiempo y del espacio. La maravillosa comunión de todos los presentes.

Desfilo del terror a la incredulidad, paralizado, y encuentro sólo una vía para escapar de allí:

Iniciando llamada virtual…