9 de abril de 2020

“Hablemos de la belleza, de la mirada cristalina de William Cooper
mirando al horizonte cuando le cortaron la cabeza con el filo de una pala”.
Jesús Zomeño

También en el virus hay belleza, no sólo la belleza microscópica de sus fotografías en la prensa, todo verde y adornado de apéndices. Detrás de esa belleza proteínica aguarda otra belleza que está oculta entre los pliegues de la excepcionalidad.

Tenemos la belleza de la cola del estanco y del saqueo de los rollos de papel el día del decreto de la alarma, como en un revelado fotográfico de nuestras necesidades animales.

O la belleza de un cumpleaños en el confinamiento, de la ración de tarta para uno y la canción cantada para uno y del deseo íntimo de no cumplir más años si tienen que seguir viniendo así.

No olvidemos la belleza de las persianas cerradas de los bares, una belleza de párpados caídos, de la condena al sueño triste de los bares en la esperanza de la resurrección.

Admiremos la belleza de los guantes, de quienes pasean a sus perros con los guantes o conducen el coche con los guantes, con la ilusión de la seguridad mientras el virus cabalga por los guantes.

Y la belleza de los lazos vecinales justo antes de convertirse en nudos. De cada cual fiscalizando la tos tras los tabiques y evitando encontrarse a las vecinas. Del filo doble de la inquisición, en la comunidad, de cada síntoma.

Miremos la belleza de quien se queda en casa convencido de su propio civismo, con la jaculatoria del todo pasará. De la dulce trinchera de la casa y el dulce clasismo de la espera del paquete de Amazon en casa.

Tenemos la belleza del contagio que cae como una gota de aceite y que se expande en la foto de familia, obrando la comunión caliente de la fiebre en toda la familia.

Y no olvidemos tampoco la belleza de los respiradores, que vienen a librarnos de la asfixia a cambio de sembrarnos el dilema de a quién hay que salvar.

Veamos la belleza de la mancha que deja la lágrima de rímel en la máscara, del llanto confinado detrás de las paredes de la casa, del duelo amordazado que a nadie le duele porque nadie lo ve.

Hablemos de la belleza de este virus, que tiene la fugacidad del brillo del arsénico.