MIEDO A VOLAR

Nido de serpientes

Después de despedirse de Paloma intenta recordar en qué momento le vino el miedo de volar. Trata de ver si anida en el pasado o simplemente arraiga en el presente, o si está libre de las anclas temporales y traspasa su vida por entero, o si le llega del futuro y es presagio de algo que ha de venir, una intuición. Cada vez que ha de emprender algún viaje, en la sala de espera del embarque, intenta componer en los recuerdos una historia emocional suya del aire. Pone un empeño terco en rastrear el inventario de todos los despegues, hace acopio y ordena en cronograma el historial de vuelos de su vida, va tamizando la memoria por si acaso se encuentra con el grumo en el que late su miedo medular a los aviones. Lo ha hecho siempre con anhelo de conjura, con la esperanza de encontrar el nudo exacto donde nace su temor y deshacerlo, pero ahora, en este juego de la isla, en este juego de vaivenes maritales, en este viaje tantas veces repetido, se diría que él aspira solamente a que el hechizo rutinario del recuerdo le contraiga los minutos de la espera. Y en este ritual, que es invariable, le sorprende la llamada del embarque: pasajeros con destino a Barcelona acudan a la puerta dieciséis.

A partir de ese momento, bien lo sabe, pierde el completo dominio de la escena. La tramoya irracional se pone en marcha y él asiste, resignado y contenido, a una secuencia inevitable de sucesos. En varios años esforzados de terapia ha logrado un espectáculo discreto, que el escenario no rebase su conciencia, que todo el drama se reprima entre los márgenes de la conducta esperable para un hombre de buenas formas y educado como él. Todo el control, entonces, se limita, a vigilar con atención las emociones, a recibirlas, a veces a abrazarlas, a permitirles que fluyan por sus cauces, sin bloquearlas ni hacerles resistencia, pero cuidando que no toquen en los bordes, para que nadie sospeche de sus miedos. Se lo imagina justo igual que el viejo juego de la serpiente en los móviles de antes: un temor largo que repta y que le crece pero que nunca podrá tocar los márgenes (si sólo una emoción despunta el borde, su borde de conducta mesurada, con su reputación de hombre modélico, se acaba, de inmediato, la partida). Y entonces viene ese proceso que conoce, y él se afana en su apariencia imperturbable, aunque por dentro se lo coman las serpientes: el carnet y la tarjeta en una mano, el saludo cortés de la azafata, el aire asfíctico del túnel de cristales, los pasos blandos al pisar en la moqueta y ese cuidado para no dañar cabezas al deslizarles por encima el equipaje. Y ya, por último, el abrazo del asiento y esa consciencia de un destino irrevocable.

La ceremonia del despegue es siempre idéntica, salvo pequeños detalles que dependen de quién ocupe la plaza junto a él (escoge, cuando puede, fila ancha, la que tiene las salidas de emergencia, e inexcusablemente el lado del pasillo): se acopla, rígido, a la espuma del asiento y se concentra en la presencia de su cuerpo, buscando anclajes que le fijen de algún modo a una ilusión de la firmeza del espacio… De este ejercicio lo despega el tacto brusco de unos dedos que golpean en su hombro:

—Oye, ¿me dejas que pase hasta mi sitio? —El gesto es duro. Por lo visto, lleva un rato.

—Disculpe, claro, no me había dado cuenta.

Se levanta del asiento y deja paso a una mujer de aspecto joven con su hija. Es morena y en su cuerpo tiene algo que le enciende la memoria del de Carla (eran novios y no conocía otro cuerpo). Él se ofrece a colocarle la maleta y ella niega con un ademán de tedio mientras la hace resbalar junto a la suya. «¡Ya le vale!, ¡cómo estamos!» piensa entonces, y se sienta y se arrincona en sus recelos, en su busca desquiciada de lo estable.

Él ya sabe qué le espera en la cabina, aunque trata de abstraerse a los estímulos. Es capaz de anticipar cada elemento de la escena que precede a los despegues: el golpe hueco al cerrarse la escotilla, el olor sólido de plástico caliente, el cierre rítmico de los portaequipajes, el tintineo al abrochar los cinturones. Y va notando que le crece la serpiente, a cada vuelta más cerca de los bordes, pero él se afana en esa pose de templanza, los puños duros aferrados al asiento. Respira hondo y va contando exhalaciones, y se imagina que, al ris-ras de las ventanas, va cerrando uno por uno sus sentidos. No lo logra, porque entonces viene el llanto de algún niño que se vuelve omnipresente y que se adueña, por la bóveda metálica, del espacio de toda la cabina, como un grito desde el fondo de la especie. «Que se calle ya», repite en letanía, «que me duerma ya», desea muy adentro. Y le llega hasta los tuétanos del hueso, soporífero, el vibrar de los motores, y reposa la cabeza en el asiento, y sus párpados, que corren hacia el sueño, se le aflojan en dos lunas de luz blanca que se filtran donde repta la serpiente: la azafata con su mímica ridícula de amuletos contra todas las catástrofes y, a su lado, madre e hija que rebuscan en el fondo de un estuche de colores. Y otra imagen que no llega entre los párpados, pero viene como viene en cada viaje, un destello de memoria del futuro, con toda la nitidez de una certeza: se imagina cómo irrumpirá el desastre a los pocos minutos del despegue, la columna incandescente que devora, una a una, cada fila de butacas, el calor que le arrebata la consciencia y el impacto potentísimo en el suelo (un impacto que no tiene magnitudes conocidas en su galería de impactos): un final de escarabajo crepitante. La llamada del dolor desde lo hondo («¿qué dolor será el que sienta en ese golpe?»). Para entonces el avión ya se ha elevado, él a salvo en un espeso duermevela.

Le devuelve, de repente, a la vigilia un estímulo fugaz, como epidérmico. La consciencia de su cuerpo sigue intacta en el cuello entumecido del respaldo. Pero hay algo, un aguijón que está más hondo y le cuesta definir, que se le escapa. Juraría que algo físico le ha roto el paréntesis mullido de su sueño, como el corte del cuchillo que precede a la conciencia del corte entre la carne. «Me he dormido, ojalá que estemos cerca», piensa entonces mientras trata de alejarse de esa incómoda intuición de anomalía. De un vistazo pasa revista al entorno: nada rompe la normalidad del vuelo. A su lado la morena lee en silencio con un lápiz de madera entre los dedos y la niña se entretiene mientras pinta en un cuaderno apoyado en la ventana. Ha debido de dormir pocos minutos a juzgar por la presencia de las nubes, que se enredan en las alas todavía.

La consciencia de las nubes lo relaja: ha tenido que ser una turbulencia lo que le ha quebrado bruscamente el sueño. Se suaviza la serpiente y él intenta contener el tic nervioso de su pierna, que se sale de la línea del asiento y que ocupa un buen espacio del pasillo. «O quizá me haya rozado la azafata al pasar con el carrito de refrescos». Pero entonces la intuición se hace corpórea en la nueva sacudida de la máquina (este ha sido el aguijón que ha roto el sueño). Un silencio general sigue a algún grito que se ahoga pronto en risas de vergüenza, o de nervios, o de miedo, o de plegaria. A su lado, ni la madre ni la niña han dejado de atender a sus quehaceres («la costumbre del avión hace milagros»), pero alrededor encuentra otras miradas que imagina que serán como la suya: implorantes de normalidad tras ese golpe rudo de la ley gravitatoria. Y el silencio, entonces, pronto se deshace en millones de partículas de ruido, en un ruido milimétrico que toma dimensiones profundísimas de pánico: la alarma de cinturones que se enciende, el vaivén entre asientos de la azafata, los golpes de las bandejas al plegarse, la voz grave del piloto cuando anuncia la avería inesperada en los motores. Y él se vuelve, entero, un nido de serpientes que no entienden ya de margen ni dominio.

Una nunca rompe

Aunque ella conoce bien el aeropuerto siempre le sacude ese golpe de angustia cada vez que tiene que andar por allí. Al bajar del taxi presagia ya el vértigo.
—No es exactamente un vértigo —le explica a su amiga Montse, a través del teléfono, mientras hace cola para los controles—. Es un sentimiento como de vacío, como si de pronto perdiera la brújula: no puedo saber si regreso o si voy. —Deja su teléfono sobre la bandeja y atraviesa el arco, su hija delante. Ni siquiera cuando viaja con ella logra desprenderse de esas sensaciones; es más, le parece que cuando van juntas toman dimensiones mucho más amargas. Recuerda el primer viaje que hizo hacia Barcelona cinco años atrás, entonces tenía motivos de sobra para aquella huida de tanto dolor—. Pero luego aprendes, la vida se encarga, que el destino tiene dobles direcciones. —Confía en que Montse siga al otro lado—: Entonces volaba sin más equipaje que los mil agravios de esta isla minúscula y Júlia creciendo en mi vientre, ¿te acuerdas? Huía de Sebas, y de tantas cosas… Y mírame ahora, en este vaivén… ¡Una nunca rompe! ¡El pasado vuelve! Pero bueno, Montse, que esta vez ya sí. Que me lo he jurado. Que no vuelvo más. Te dejo, que estamos llegando al avión. Te veo a la vuelta. Cuídate, cariño.

Empuja a la niña con delicadeza y van avanzando en la cola de embarque. Observa la espalda morena de Júlia: se llevan la impronta del sol de la isla. Apaga el teléfono , lo guarda en el bolso y siente que en ello hay algo profético: «ojalá tuviera tecla de apagado nuestra dependencia de esta tierra enferma».

Lo que viene entonces es un mero trámite, es la servidumbre de la escapatoria. Conoce el trayecto como si ella misma tuviera que hacer la labor del piloto, conoce los ritos del avión, los tiempos, todas las afrentas del mundo low cost. Mientras va avanzando a través del pasillo revisa, atenta, las caras de todos, va pasando lista a su repertorio de tipos que vuelan hacia la península: la escapada rápida de fin de semana a las islas, que deja los hombros pelados; la pena doméstica de los que regresan después del arrobo de las vacaciones; esa indiferencia de quienes viajan cargados del tedio que dan los negocios; la gravedad lúgubre de los que abandonan la isla sabiendo que no han de volver (aquí por edades: los hay que se escapan con la vocación de estrenar porvenir y los hay que tienen un aire fatídico en el modo en que aceptan el viaje forzoso). De modo mecánico va catalogando el mar de emociones que caben a bordo y piensa que tiene narices que luego nos vendan que el vuelo es de bajo coste: «para mucha gente es el precio más alto que pueden pagarse en toda una vida». Recuerda la historia de horror de su abuela que dejó la isla en busca del hijo y fue revolviendo toda Barcelona hasta dar con él muerto de sobredosis. «En esta isla cabe la historia del mundo: la eterna cuestión de venir o marcharse», pretende explicarle en voz baja a la niña; pero entonces ella, que andaba contando las filas de asientos se gira contenta:

—Ya estamos, mamá —le dice y señala el número quince sobre la butaca. Le habla en voz baja—: hay alguien dormido.

Efectivamente hay un hombre sentado que ocupa la plaza de acceso a la fila. Podría pensarse que ya está dormido, pero lo delata el temblor de su cuerpo. «Ya nos ha tocado el gallina de turno», piensa mientras trata de pedirle paso. Lo intenta dos veces, pero él no responde, y al final le toca con el dedo el hombro:

—Perdona, ¿me dejas que pase a mi sitio?

—Discúlpeme, claro, no la había oído. —Se levanta rápido y sale al pasillo en una secuencia llena de torpeza—. ¿Me da la maleta que se la coloque?

Quisiera decirle que guarde la fuerza para no cagarse en el vuelo, pero le parece que él tiene bastante con lo que ya tiene, y se calla. Intenta forzar una media sonrisa mientras carga con la maleta, pero por el gesto de él se diría que no ha resultado agradable. Le dice a la niña que pase al asiento y se sientan, las dos con sus libros.

Durante el despegue ya tiene al de al lado dormido en el hombro. «Seguro que se ha atiborrado a pastillas», se dice en silencio. Y en el mismo instante en que acerca su mano para enderezarlo, empieza a notar que el avión se sacude en mitad del ascenso. A su lado Júlia apoya el cuaderno sobre la ventana y pinta las nubes que van envolviendo las alas afuera. Pero entre las nubes parece que empieza a filtrarse humo negro y entonces la nave se bate, de pronto, en espasmos más bruscos. Por megafonía les habla el piloto, que explica que tienen «problemas mecánicos que nos forzarán a volver a la isla». El ritmo doméstico de la cabina se vuelve más grave. Ella ya no lee, pero se refugia en las hojas del libro. Le da la impresión de que está en la mitad una atmósfera hueca, como si las cosas vinieran de lejos, con ecos irreales. Y entonces parece que escucha su voz a través del silencio:

—Usted se parece a mi esposa, ¿sabe? —El hombre la mira con gesto de súplica.

—¿Perdón? —le contesta y confía en poder aplacarle las ganas de hablar.

—Que usted tiene algo de Carla, mi esposa; lo vi en cuanto la tuve cerca.

Ella no responde y trata de hacer como que no le ha dado importancia.

—Está en Barcelona esperándome en casa y… ¡cómo quisiera abrazarla! Y mire, es curioso, porque aquí en la isla llevo años viéndome con otra. —El tono de histeria con el que le habla queda muy lejos de lo íntimo: es como si el miedo le hubiera soltado un resorte en la mala conciencia—. No sé si ha tenido alguna aventura al margen de su matrimonio…

«Desde luego, todas» piensa decir ella, y no puede ni abrir la boca.

—¿No ha tenido nunca la necesidad de buscar el amor en los bordes?

—Depende de lo que entiendas tú por borde. —Le vuelve, de pronto, la voz.

—A veces el amor no basta, dios mío. ¡Perdóname, Carla, lo siento! —El hombre la toma del brazo con fuerza, con una mirada demente—. Te juro que no pisaré más la isla, lo juro. ¡Te adoro, mi vida! ¿Me escuchas?

Se zafa de él y se abraza a la niña, que llora asustada a su lado. La envuelve con una ternura profunda. Desea volver a la isla.