28 de marzo de 2020

Trabajamos a la orilla de la fiebre, como quien anda por la línea del abismo. Queremos protegernos de la fiebre con todo un arsenal impermeable (las gafas, las máscaras, los gorros, los guantes, las batas, los pijamas), pero la fiebre es mucho más que líquida. Aunque no la toquemos, nos espera. Aunque sea en los sueños. Ya soñamos con fiebre.

Observamos nuestra temperatura, que es el punto de flotación de la salud. Sujetamos el termómetro como una boya de salvación en el naufragio. Prestamos atención a nuestro olfato, a nuestro gusto (sabemos de la alarma de su pérdida, que es un síntoma precoz). Andamos por la casa oliéndolo todo: los tarros de la miel, el bote del cacao, hasta el cubo de lejía. Nos sentamos a comer como quien entra a hacerse un TAC definitivo. Cada bocado sabroso es un renacer en la salud, es una confirmación del pasaporte de los sanos. Estamos atentos como nunca a nuestras fosas nasales, al fondo de nuestra garganta, a cada milímetro de capacidad de los pulmones. Cualquier golpe de tos nos pone en guardia.

Cuando salimos de los hospitales seguimos a la orilla de la fiebre: en lo simbólico, en lo profético, en lo fatídico. Seguimos a un paso de la fiebre a pesar de todos los escrúpulos: de la lejía, de la ducha tras ducha, del tren de lavadoras. Esperamos la fiebre como quien espera a un comensal que se retrasa. Aguardamos que, en cualquier momento, erice el vello de lo cotidiano: que nos asalte preparando la cena, acariciando al perro, pelando una manzana. Que nos anuncie que somos ciudadanos del país del COVID, que es ya tierra de todos.

Esperamos pacientes a la fiebre que ha de ponernos al otro lado de la bata, de los metacrilatos y del látex. Que ha de lanzarnos a la geografía de lo real.

Y mientras, vivimos inventándole fronteras a la fiebre. Conjurando la tregua de la fiebre.