19 de abril de 2020

La verdadera caja negra del COVID está detrás de las puertas de las casas, cerrada bajo llave. Con un cerrojo maestro que es el de la prudencia, pero es también el cerrojo del decreto, y el del miedo, y el de la amenaza policial, y el de la militarización de los balcones, y el del mantra del quédate en tu casa. Lo que sucede allí se queda allí, y se nos hará visible solamente el día (si es que llega) en que podamos abrir todas las puertas, invertir el sentido a los balcones y mirar bien adentro de las casas. Cuando nos caiga la venda del COVID se nos harán palpables los tributos de la privatización del sufrimiento.

Hoy podemos intuirlo solamente, nos va alcanzando algún haz entre las grietas de la fortificación de lo doméstico. Nos vamos asomando con timidez y clandestinidad, lo vamos presintiendo en los rumores detrás de las paredes. Y algunas veces, ya, se nos revela con una vehemencia cegadora tras las puertas que hemos echado abajo en nombre del COVID.

En la caja negra está Francisca, con su trama neuronal nonagenaria, que tiene una fragilidad de hilo de seda y se va destejiendo en esta larga desconexión de la vida cotidiana de la calle y de los aires puros de la calle. Francisca, que ya no duerme por la noche y por el día se cree que tiene treinta años y que vive todavía en Barcelona. Que pide a todas voces que la saquen de allí.

En el fondo de la caja está Mateo, que ha cambiado el chándal del colegio por pijama. Ya treinta y cinco días con pijama y a punto de romperse los confines de su imaginación. Mateo, que ha aprendido anticipadamente la paciencia con sólo cuatro años.

En la negrura de la caja está también Carmina, que ya no tiene estancias en el piso para huir de la bestia que la acosa. Carmina, que ya vivía bajo llave y ahora vive doblemente bajo llave. Que ha perdido definitivamente su pobre hilo de voz. Que no puede gritar ni “mascarilla diecinueve”, ni “sácame de aquí”, ni “mi marido va a matarme”.

Allí en la caja negra está también Felipe, que lleva media vida asomado al abismo de su mente, atrapado en la celada de su mente y buscando cómo escaparse de su mente. Que todas las mañanas cruza la cordillera del dolor con una voluntad inmensa y un frasco de antidepresivos. Felipe, que quién sabe qué fantasmas le visitan en el vacío de la cuarentena. Que quién sabe cuántas ventanas tiene a mano para su salto definitivo de la vida.

En lo oscuro de la caja también están Rashida y su familia. Aunque en ellos es cierto que hay poca diferencia entre lo opaco de estos días y el muro de exclusión y de pobreza de su vida corriente. Rashida, que era invisible ya antes de la pandemia y que estos días es dos veces invisible.

En la caja negra están Consuelo y Remedios y Ricardo, con su cáncer y su bronquitis crónica y su vejez surcada por lo frágil. Inmensamente vulnerables y sujetos por la malla de seguridad de los cuidados, también de los cuidados más allá de las fronteras de su casa: en los bancos de la plaza, en las consultas del centro de salud, con el poder de sujeción de su enfermera. Una malla de seguridad que en estos días está al borde de la quiebra, con el peso colosal de la pandemia. Un peso que ha arrastrado al punto ciego toda la enfermedad que no es del virus.

Llegará el día de revelar la caja negra y allí estarán todos los frutos salvajes del COVID. Y habremos de digerirlos con su cáscara y con sus espinas y sus huesos.

Toda esta sombra que nos crece debajo de la sombra del COVID.