13 de abril de 2020
Cuando no mira el COVID, ¿en qué pensamos? ¿Con qué llenamos el vacío que nos queda al colgar las batas y los zuecos y volver cada uno a nuestra casa? Porque volvemos cada uno a nuestra casa y dejamos los zapatos a la puerta y nos vamos desprendiendo de la ropa y entramos en la ducha en un rito de pureza cada día. Pero hay una parte del COVID que burla las tareas de la higiene, que se esconde entre los pliegues más profundos y que nos reverdece en la paz de lo doméstico. Hay rastros del COVID que comparecen en los momentos más inesperados. En los domingos o en los días de libranza o en los recodos de cualquiera de las tardes.
Sirviendo las lentejas nos salpica la duda quizá de un tratamiento o de una indicación, la urgencia por saber si a un compañero le contamos tal cosa en el relevo, el roce de aguijón de la sospecha de un descuido que pudo ser fatal.
Planchando una camisa nos quemamos con el hierro caliente de nuestros cementerios personales, repletos de las voces y los nombres irrevocables de todos nuestros muertos.
Volviendo de la compra tropezamos en los bordillos oscuros de la ciencia, en los márgenes enormes de lo ignoto, con la necesidad forzosa de la luz.
Limpiándonos los dientes nos sangramos las encías del civismo y procuramos buscarle la medida a nuestra lengua. Porque somos conscientes de lo definitivo de aquello que decimos y callamos en todos estos días inflamables.
El COVID nos espera entre los sueños, debajo de las mantas, en las esquinas dobladas de los libros, detrás de los espejos y en el agua que hay al pie de las macetas. Está en la ropa tendida, dentro de los armarios, plegado en las toallas y en la espuma mullida del sofá. Aguarda en la corteza del pan del bocadillo, dentro del corazón de la manzana y en el fondo del frasco de Orfidal.
Cuando no mira el COVID están sus sombras. Y con ellas llenamos el vacío que nos queda cuando no mira el COVID.