14 de marzo de 2020

Me impongo la necesidad de escribir rápido porque todo sucede en estos días rápido, con urgencia, atropelladamente. No encuentro ahora otra manera de perseguir los acontecimientos, de devolverle al mundo la solidez que hasta ayer le creí propia. Ojalá los días me traigan un pensar más reposado, ojalá resuene pronto un tempo más sereno en mi cabeza y en esta caja negra del COVID. Ojalá florezca aquí dentro la calma y pueda acompañarme y vibrar conmigo en las aceras y en las casas de los demás y entre mis manos, que no han perdido su función de manos. Es, en mi caso, un imperativo moral y también profesional: mis manos van a seguir tocando las manos de los otros.

Nos ha venido de pronto la conciencia, una conciencia oscura, espesa. Nos ha venido como un manto de lava que veíamos fluir con indolencia y que ahora nos quema en los talones. Aprendemos este oficio y nos sentimos preparados para hacer frente a lo imprevisto, para aguantar la incertidumbre, para actuar y hacerlo a tiempo. Pero la realidad se empeña en situarnos siempre un punto más allá de las coordenadas de dominio. Y entonces todo debe reinventarse. Contamos con lo puesto: la plantilla de siempre, las prácticas de siempre, los recursos materiales de siempre, los medicamentos de siempre (el siempre es un espejismo, porque el siempre, en la ciencia, es un instante, y seguramente el siempre nos adelante y hasta nos salve). Pero contamos también con la vulnerabilidad de siempre, y este siempre sí que es absoluto, este siempre es nuestra pura esencia, que nos disloca de la tecnología suprahumana y también de los microbios subhumanos. Contamos con las manos de siempre, que nos han traído hasta aquí, y también con la necesidad de que los otros nos sostengan. Y con esta desnudez de siempre y con lo puesto salimos a hacer frente al virus. No somos un ejército (ay, las metáforas de guerra), ni somos héroes, ni tenemos una voluntad unívoca, ni una vocación inquebrantable. Somos frágiles y tenemos miedo y somos recelosos y cobardes. Pero hemos caído en este lado, y en esa aceptación hay algo, sí, de ejército, de voluntad, de vocación, hasta algo heroico. Una heroicidad que no nace de nuestra profesión sino de nuestra condición humana (del mismo surtidor de la miseria): de las manos que compartimos con las cajeras de los supermercados, con los carteros, con los conductores del metro. Con los poetas.

Pincharemos con las manos, y en esas mismas manos nos pondremos guantes, y alcoholes. Palparemos y percutiremos con las manos. Introduciremos tubos en las gargantas y presionaremos muchos pechos para devolverles el latido. Manejaremos con las manos bisturís y abriremos la piel y llegaremos a las vísceras. Activaremos todo tipo de máquinas y manipularemos toda clase de goteros. Cerraremos, con la mano, la boca y los ojos de quienes morirán, firmaremos certificados de defunción e informes de cualquier naturaleza. Y rápidamente las volveremos a lavar. Las manos.

Querrán santificarnos esas manos, esas manos que cuando no mira el COVID también cometen pequeñas y grandes inmundicias.

Me miro las manos. Son manos que infectan y que salvan. Manos encrucijada. Me miro las manos y veo que me tiemblan.

La calma en el hospital parece a punto de romperse.