La alambrada rota

Cuando ocurrió aquello, llevaba sólo un par de meses dirigiendo ese centro de menores. Quedaba lejos de la ciudad, pero no le incomodaba desplazarse. El trayecto era agradable: sesenta kilómetros de carretera comarcal, entre pinares. Aprovechaba para escuchar las noticias en el coche, o buena música. Aquel trayecto, sin apenas tráfico, era un pliegue confortable en la rutina, un recoveco suave entre lo áspero de las jornadas duras en el centro y el pulso criminal de la ciudad. En ese espacio manso del vehículo podía congraciarse con su cuerpo, huir del tiempo urgente de la agenda, de los problemas crudos con los chicos, de esa maraña trágica de infancias.

Salió con cierta prisa del trabajo porque tenía hora en el dentista. Olvidó la chaqueta en el perchero (de aquello se dio cuenta algo más tarde) y no hizo apenas caso de su tripa, que ya entonces pedía cierto alivio. Conforme dejó atrás los almendrales (el centro había sido en otro tiempo convento capuchino y aún quedaban las sombras de un extenso latifundio) el vientre ya no pudo resistirse y no hubo más remedio que escucharlo. En un punto concreto del camino dejó la carretera a sus espaldas y entró por una pista sin asfalto, en un paraje de pinar tupido. De allí mismo, algún día, había visto salir un coche con vidrios tintados, e imaginó que habría alguna zona de reposo, donde parar con calma. Apenas unos metros por delante se abría un claro breve entre los árboles, de modo que aparcó y salió del coche. Buscó algo de papel en la guantera y ni cerró la puerta, por la prisa. Anduvo sin mirar donde pisaba y buscó un lugar propicio para el gesto, que ya iba realizado de camino: las manos despasándose la hebilla, los dedos deslizando la bragueta, los brazos empujando la cintura del pantalón vaquero muslo abajo. De pronto, una descarga de presente. Quizá fue la postura, que le daba una nueva perspectiva de la escena, tal vez fuera el alivio de su vientre, que dejó libres al resto de sentidos. El caso es que se abrieron, de repente, los diques de la percepción y pudo tomar consciencia plena de un ambiente que hubiera preferido que siguiera por siempre en la penumbra de los pinos. El suelo, allá donde mirara, estaba todo lleno de desechos. Un ojo poco atento quizá hubiera pasado por alto aquel detalle, pero esa alfombra blanca de despojos la componían sólo dos especies. Despistaba, tal vez, lo heterogéneo de tamaños y formas que adquirían, la mezcla de colores, la abundancia de marcas y de aspectos diferentes. Confundía, también, que los estados de descomposición eran variables, según el tiempo que llevaran en la tierra, o la incidencia del sol y la humedad en el papel de váter o en el látex. Según también la carga secretora que contenían o que los mojaba tomaban una forma o la contraria, duraban más o menos en la tierra. Porque aquella materia se perdía en un punto entre lo orgánico y lo plástico. Un manto de condones y de clínex que rebasaba el margen de la náusea. Del mismo componente estaba hecho el espacio que pisaba en ese instante, un punto entre lo orgánico y lo trágico: un claro entre los pinos que era todo menos claro (precisamente claro), una frontera turbia (lo veía desnudo y en cuclillas como estaba, con el papel higiénico en la mano, en mangas de camisa en pleno invierno): una orilla moral y geográfica quebrada en ese punto, en un boquete en plena verja del centro de menores. Allá donde acababan los almendros estaban las orillas de la infancia, los bordes perforados de la infancia. Un margen en penumbra donde el mundo manchaba con sus manos a los chicos.

Después de aquello duró muy poco tiempo en ese centro. Mandó que reparasen la alambrada y limpiasen los restos del negocio. Pero algo se tensó a partir de entonces. Los chicos lo retaban con desprecio, como si les hubiera arrebatado algún derecho propio o pertenencia. Todo intento por aclarar aquello en la consejería de menores fue vano, o desoído, o silenciado. No pudo comprender las transacciones que había en ese claro entre los pinos, pero quedó marcado para siempre por la impresión del margen, del boquete. Por la alambrada rota de la infancia.