LA GOTA QUE COLMA

Te despiertan, un día más, unas ganas de fumar inapelables. Tus manos buscan con urgencia el móvil, que todavía no ha sonado, para desactivar la alarma antes de que se sobresalte Clara. La memoria de los gestos: hace meses que Clara no duerme ya contigo. Te cuesta localizarlo en la mesilla, saturada de objetos que han ido a naufragar allí, a la orilla de tu vida y de la noche. Cae al suelo, cruje, y caen también las gafas, un libro de Coelho y el frasco de Orfidales.

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Te ves frente al espejo. Las gafas han perdido un cristal, y tanto da: un pecio de cuarenta años hundido en el espeso humo amarillo de tabaco malo. El mismo inventario de miserias de todas las mañanas. El vientre quizá más abultado, de perfil. Te da pereza el agua. Te rocías con desodorante y te vistes de cualquier manera, dos prendas al azar de la montaña que desborda la tabla de planchar. Arrojas la colilla al váter.

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Tu Ford Fiesta arranca con la misma tos enferma. Te ha costado encontrarlo, como todos los días. Una vuelta al barrio, dos. El recuerdo a corto plazo lo arrastran los somníferos y las coordenadas donde aparcas son lo único cambiante en la rígida rutina de tu calendario. Os acompañan, de camino, las voces de cada mañana. Las voces huecas de todos los días. Noticias ingrávidas. Nada de lo que dice la radio ya te toca.

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La pequeña pantalla registra tu huella digital y te recuerda la hora exacta: buenos días. La mercantilización de tu tiempo, de tu nombre, de tu piel. El mismo pellizco de angustia. Vas directo a tu taquilla, sin saludar a nadie, y te pones el uniforme. El pantalón de pinza y la chaqueta roja con su placa identificativa: vigilancia. Buscas tu turno en las planillas arrugadas, te toca centinela en la puerta de Colón. De nuevo el desfile impúdico del credo consumista, las alarmas magnéticas que delatan al hereje. Tras ocho horas de plantón insustancial, recorres el camino inverso. Vas directo al parking. Nadie te saluda.

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La cajera morena desliza, uno a uno, los productos por delante del lector. A veces alisa con sus uñas de gel la etiqueta de algún envase. Es el único gesto que escapa al ritual mecánico, que debe de repetir miles de veces cada día. Te ha saludado sin mirarte, otra vez. No le importan lo más mínimo tus latas de cerveza, tus yogures ni tu pizza precocinada. Son nueve euros ochenta. No le pagas con tarjeta y es el único gesto de rebeldía que te queda. Cuando te devuelve el cambio procuras que sus uñas te rocen la palma de la mano.

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Te cuesta encontrar un plato limpio en la cocina. Destapas el envase de la pizza y la colocas en el horno, a ciento ochenta grados. Abres la cerveza. Como en un oasis, disfrutas de los pequeños gestos que anuncian el partido. Se abre una grieta en el tedio de tus días, la redención del futbol.
Minuto uno, el preludio del placer. Minuto veinticuatro, cero a uno para el Valencia. En el descanso te quedan dos cervezas y flotas ya en una mullida mansedumbre. Segundo tiempo, avanzan los minutos, todo parece recuperar el orden en el mundo. Minuto treinta y seis, empate, de penalti. Minuto cuarenta y siete, marca el Zaragoza y gana. Vuelve el silencio.

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Te quitas la ropa y llenas la bañera. Enchufas el calefactor porque hace frío. Entra tu carne flácida en el agua y apenas sientes su tibieza: tu piel está embotada como el resto de sentidos. Enciendes el vigésimo cigarro de la noche. Miras al fondo de la bañera y piensas en el prodigio del desagüe: un pequeño tapón de caucho conteniendo decenas de litros de agua, que un simple tirón de la cadena haría deslizarse hacia el vacío. La derrota del Valencia ha destapado el desagüe de tus días.
Coges el calefactor. Lo dejas caer al agua.

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Te despierta una cadencia de pitidos cada vez más próxima. Abres los ojos y te deslumbra un foco. Apenas puedes moverte, el cuerpo te resulta muy pesado. Huele a desinfectante. Toses y sientes un tubo en la garganta, en la boca, entre los dientes. No respiras tú: es el tubo el que te insufla el aire, rítmicamente, pausadamente. Parece que la vida te viene dada desde fuera. Se acerca una enfermera, manipula los botones, posa su mano en tu brazo. Cesan los pitidos. Tú vas recordando.

Piensas que en el suicidio no hay nada de fracaso. El verdadero fracaso será poder contarlo.