6 de abril de 2020

No es fácil explicarte hoy, y menos por teléfono, que tu padre no bajará a la UCI. Que cuando no le basten sus pulmones no bajará a la UCI, porque allí no podremos tratarlo mejor. Que pensamos que los respiradores no le van a ser útiles. Que la UCI, en el mejor de los casos, le alargará la vida, pero a un precio que quizá no debamos pagar. No es fácil hablarte de las secuelas de la UCI, de la mella que deja en los cuerpos la UCI, de que la UCI no es, probablemente, el mejor lugar para morir. Me parece insolente que hablemos de calidad de vida, así, por el teléfono, como si la calidad de vida se pudiera despachar en tres minutos.

Nos hemos visto en esto muchas veces, pero no de esta manera. Hoy me resulta obsceno hablarte de la futilidad de ciertos tratamientos, proponerte limitar los daños que provoca el empeño en la supervivencia, invitarte a que pongamos el esfuerzo en asegurar su dignidad. Hoy es casi un insulto hablarte de la justicia de recursos, porque, efectivamente, no hay UCI para todos.

—Pero entiéndame, doctor… Con lo que se oye por ahí… ¿Es que no les han llegado los respiradores? Dígame, solamente, doctor, si esto le hubiera pasado hace tres meses, ¿habrían tenido cama en la UCI para él?

Y voy articulando la respuesta y se me van descolgando las palabras de sus significados. Porque para tocar la calidad de vida hay que tener la delicadeza de las manos y la mirada transparente de prejuicios. Porque la calidad de vida es una pajarita de papel que tomamos prestada del paciente y que tenemos que conseguir hacer volar. Y resulta que los días del COVID nos quedan muy pequeños para la delicadeza. En los días del COVID la dignidad es una pajarita de papel mojado.

No sé cómo explicarte su calidad de vida en una habitación en aislamiento. No sé cómo justificar su dignidad en esta nave helada del COVID.

No sé cómo decirte que ojalá inventáramos algún respirador capaz de devolvernos todo eso.