Gran Hotel Maná

Mientras crecía la burbuja, todo había ido rodado. Las manos de Octavio sopesaron y arrastraron las maletas de famosos de todos los géneros, deportistas de alta competición, banqueros, constructores, políticos de diversa ralea, diplomáticos, pirotécnicos, aristócratas, reinas de las fiestas patronales..., hordas de huéspedes atraídos por la notoriedad de aquel hotel de gran lujo incrustado, en un renuncio de la administración, en el mismo centro del paraje natural de La Dehesa, tan próximo al mar como alejado de la legalidad.

Desde su llegada a la empresa, había visto crecer el negocio a un ritmo cada vez más desbocado, un pequeño panal más dentro de la colmena en cuyas mieles se cebaba el país y la costa de levante. El mismo motor que movía los ascensores en los que transitó durante más de veinte años parecía que había llenado los bolsillos de su librea con ingentes cantidades de dinero, que él se había encargado de legitimar bajo los preceptos del catecismo de su tiempo: el ático en el centro, el apartamento en primera línea, el colegio bilingüe, el coto privado de caza en el marjal.

El día en que el Magnate decidió liquidar el Gran Hotel Maná poniendo fin a tres décadas de gloria y condenando al desempleo a varios cientos de trabajadores, Octavio tomó una firme decisión: redimiría aquel templo de la ostentación, devolvería a cada una de sus habitaciones la presencia de quienes en otro momento lo habían ocupado. Eso sí, accederían esta vez, uno a uno y sin tanto boato, en el mismo estado al que habían condenado al edificio, a la economía colectiva y a sus pequeñas cuentas domésticas. Manirrotos responsables de la debacle. Al cadáver del Magnate le tenía reservada, por supuesto, la Grand Suite de la décima planta.