15 de abril de 2020

En todos estos años hemos visto decenas de cadáveres, toda una multitud de escenas compuestas con cadáveres. Tumbados en camas de hospital, sobre sillas de ruedas, en múltiples posturas por el suelo, saliendo de ambulancias. Los hemos visto muchas veces en sus casas, a veces en sus camas, a veces en sillones, otras veces sentados a la mesa, incluso sorprendidos en el baño. Los hemos visto desnudos, con pijamas o amortajados con prendas elegantes. En ciertas ocasiones con zapatos. Otras veces ya no los hemos visto porque estaban debajo de las sábanas, o dentro de una bolsa. Hemos podido verlos con los ojos abiertos o cerrados, con las bocas abiertas o cerradas, con los brazos abiertos o cerrados. Los hemos visto solos o en familia, incluso por parejas de cadáveres. Tenemos el recuerdo repleto de las fotos de todos los cadáveres. Montones de fotos archivadas con respeto y con pudor por los cadáveres. Cerradas a conciencia en la memoria bajo la llave de la intimidad de los cadáveres.

Con todas esas fotos que guardamos queremos escribir el manual del reportero que sueña con cadáveres, un decálogo sincero para aquellos que quieran sacar buenas portadas de cadáveres:

El primer paso será situarnos bien cerca del cadáver, acercarnos a un paso del cadáver. Pues solo en la proximidad, sin zoom, respiraremos la vivencia del cadáver.

Una vez cerca, tendremos que buscar en el catálogo de todos los objetos del cadáver, la inmediata constelación de la materia en la que habita la ausencia del cadáver: el vaso de agua, el reloj, el cenicero, los zapatos, las gafas, la cartera. Podremos componer el bodegón perfecto para una buena foto del cadáver.

Llegados a este punto ya se nos abrirán las puertas del cadáver, ya sentiremos el latido de la vida en la cara contraria del cadáver. Y podremos ajustar el diafragma a la medida del brillo de la piel y de los párpados de seda del cadáver. Podremos enfocar en el torrente de todas pasiones que han ido a terminar en la triste figura del cadáver.

Lo siguiente es ampliar el objetivo, saber que nunca estará solo ese cadáver. Procurar no dejar fuera del encuadre a quienes han amado a ese cadáver. Recordar que nadie se habrá muerto si no se ha muerto también para los otros. Pensar, por un momento y con ternura, también en el dolor de los demás.

Y entonces habrá que practicar un ejercicio: el ejercicio definitivo de imaginarnos al otro lado de la cámara, varados ya, desmadejados ya nosotros. Nosotros mismos en el centro de la foto, todos los ojos de la humanidad sobre nuestro cadáver.

Y allí, en este punto mismo, quizás entenderemos que la verdad no nos cabe en esa foto.

Y entonces, sólo entonces, tal vez no retratemos el cadáver.