11 de abril de 2020

El COVID nos ha barrido la normalidad como un alud de polvo. Como un alud de polvo espeso nos ha atrapado en una dimensión sin tiempo y sin espacio, o con tiempos y espacios que se miden con escalas que ya no conocemos. Nos ha dinamitado las señales y hemos perdido los significados y las escapatorias. Y no entendemos nada. Todo se cuenta ahora con las cifras de contagios y de muertos y de recuperados. Todo parece dogma, como si el misterio mismo de la vida estuviera en esa curva. No se habla más que de la curva. Y no entendemos nada. Y vemos acercarse la mano gris de la costumbre que tiene vocación de congelarlo todo, de fijarnos en este tiempo y este espacio y en este paroxismo de reproches, para que ya no conozcamos más. Y se nos desvanecen todas las referencias. Pero llegan entonces las balizas.

Se han acabado los aplausos (que cada vez nos lucen menos, con el fijador de la normalidad). Nos permitimos cada día una breve conversación y un buenas noches, pero esta tarde a Amparo parece que le cuesta volver a entrar en casa. Se queda junto al quicio de la puerta y aguarda a que se vayan retirando las vecinas, y me hace un gesto de espera con la mano. Entra un momento en casa y sale ahora a la calle con la mirada intrépida de la desobediencia. Viene emboscada tras una mascarilla de tela floreada de mantel que seguro habrá tejido con sus manos (cuántas veces me he fijado en esas manos sarmentosas de coser). Yo creo que sonríe (maldita mascarilla) mientras me entrega con toda su delicadeza dos platos apilados y envueltos en papel. Y me dice que gracias, que disfrute de este viernes santo, que ha cocinado croquetas y titaina y que ha pensado en mí. Que espera que me gusten.

Y entonces avisto las balizas, las balizas de la comunidad que marcan el camino aun por encima del manto de barro de estos días. Las balizas que nos ayudarán a retener el norte. Las balizas que nos indicarán cómo desenterrar los mapas cuando llegue el deshielo del COVID.