1 de abril de 2020

Hoy he hecho un ejercicio para tomar distancia. Distancia ocular, sencillamente. Perspectiva de las cosas. He querido apearme del convoy, apartarme junto a la vía, verlo pasar, librarme de la inercia. La maniobra ha sido simple: he vuelto a los vaqueros. Hoy no me he puesto chándal, ni lo he cambiado a toda prisa por el pijama blanco al pisar el hospital. Hoy he colgado los hábitos de higiene. No sé si por nostalgia o rebeldía, pero he vuelto a planchar el pantalón. He pasado la mañana con vaqueros.

Andar con el vaquero en medio de la tierra del COVID ha sido extraño. Yo no sé cuántos virus me habré traído a casa, pero el vaquero ha funcionado como un objeto mágico, me ha puesto en la posición de observador. Me ha devuelto los ojos de hace apenas dos semanas, cuando el hospital no era tan blanco ni el horizonte era tan negro. Me ha sacado del tren y me ha dejado ver, en su secuencia, el mundo del hospital tras cada ventanilla. Un hospital a todo tren. Un prodigio en equilibrio.

Ha pasado fugaz. Un tren bien engrasado, ágil. Todo blanco, una visión estéril, un tren de precisión. Tan rápido ha pasado que no he podido contar ni sus vagones. Un único vagón, diría. Todo dispuesto en él, ya ni un rastro del caos ni del desorden. Cada cual a lo suyo, concentrado en lo suyo, con lo suyo bien claro. Todo claro en urgencias, todo claro en las plantas, que son solo una planta. Todo claro en la UCI. Cada respiración acompasada en una única respiración.

Apenas han pasado dos semanas y hemos sido capaces de abrazar lo inaudito, de domar la incertidumbre, de cambiar por completo el rumbo de la máquina.

He querido entender cuáles son los alientos que nos han hecho posible este prodigio, de qué está fabricada esta oportunidad de reinvención. Y no he tenido tiempo. Ha sido una visión, apenas.

Yo me he quedado allí con mis vaqueros, al borde de la vía. Con los ojos de un niño y el misterio del tren.