15 de marzo de 2020

Si en el hospital hubiera calma los domingos, diría que allí hoy se respira una calma de domingo. Pero en los hospitales no hay calma los domingos. Deja de funcionar la maquinaria de las batas, eso sí, baja al menos a un ritmo de latencia; pero vuelve la vida como vuelven las costuras al volver un calcetín. Vienen los nietos a visitar a los abuelos, sale la gente con el pijama a los pasillos, a los vestíbulos, a las cafeterías. Se forman corrillos en las puertas y fuman los pacientes amarrados a los palos de gotero. Chistan las enfermeras para pedir silencio, se derrama algún vaso de café en el suelo, rugen los ascensores, se besan las visitas. A veces huele a flores. Si traen algo de calma los domingos es porque la enfermedad se rinde a los abrazos y al bullicio.

La calma de hoy no es de domingo, aunque hoy sea domingo. Se filtra esta calma como por alguna grieta del calendario, y nos sitúa en una coordenada extraña, en un suspenso triste.

Han acordonado la entrada y los celadores se resguardan tras una mampara que acaban de instalar. El guarda de seguridad me da los buenos días, le asoma una sonrisa por el borde de la mascarilla. Algunas personas salen con el café a la puerta, con cara de haber dormido poco. Han de identificarse, porque solo se permite un acompañante por paciente. Lo recuerdan decenas de carteles en las cristaleras, en las paredes, en los ascensores: si tiene síntomas gripales hágalo saber, protocolo ante el COVID, cuidado con su tos. Nos miramos todos entre la confianza y el recelo.

Hay varios casos nuevos en la planta. El pasillo está desierto. Delante de cada puerta se disponen los utensilios necesarios para entrar: mascarillas, batas, guantes, líquido desinfectante. Circulamos todos afanados, con una serenidad que va cargada de rareza. Quizá con unas ganas contenidas de abrazarnos, no lo sé. Le tomo un bolígrafo prestado a una enfermera y al instante me arrepiento. Me lavo las manos, otra vez. Ya no se lo devuelvo.

Salgo a la calle y me cuesta situarme en el domingo. Pienso en el panadero que está enfermo, que no estará vendiendo el pan de los domingos (hasta en el pan, el virus). Pienso en los miles de cajeras que estarán bendiciendo este domingo.

De vuelta, en el Smart, escucho a un filósofo que explica que por primera vez nos está pasando algo real, a todos. Esta es la realidad. Se tensa en mi cabeza el sentido de comunidad hasta que estalla.

Aparco. Un perro pasea a dos vecinos. Otra vecina fuma en el balcón. Alguien celebra un cumpleaños. Cantan solo dos voces. Yo me pregunto si se habrán besado.