16 de marzo de 2020

Llueve esta mañana y hace frío. El mercado municipal está cerrado. De camino al garaje no me cruzo con nadie. Desde la entrada hasta el coche hay una puerta, dos puertas, tres puertas, cuatro. No las había contado hasta hoy: cuatro pomos que activo con diversas partes de mi cuerpo, no con las manos. Hay tráfico en la autovía y tengo una fantasía de normalidad, que se quiebra cuando paro en la gasolinera. Las verjas están cerradas. La dependienta es rubia y me atiende desde detrás de un cristal grueso, tan grueso que no logro escucharla. Lleva guantes de látex y con ellos manipula los billetes, el teclado, las tarjetas de crédito. Me devuelve la mía y tengo la sensación de estar recibiendo un paquete bomba. Yo la guardo y me lavo las manos. Me las lavo de nuevo después de repostar. El gasóleo no ha cambiado de precio, me parece.

Desde la carretera, en lo alto del puerto observo la comarca, con otros ojos hoy. Me fijo en cada pueblo donde sé que está el virus. Me fijo en los naranjos, en el río, en la sierra. Me fijo en los caminos. Y colapsan los caminos de mi mente cuando intento bajar a la escala microscópica. No entiendo, desde aquí, de virus. Reivindico la distancia humana y me emociono. Un metro, repiten en la radio una y otra vez. Un metro.

Se sostienen las rutinas en el hospital, pero flotan en un magma de extrañeza. Circulamos como con cierta urgencia. Los saludos son breves. Es patente la voluntad de no rozarse. Son muchos los que llevan mascarilla. Qué absurdo me resulta el no tocar a nadie. Me rindo, al final, en el hombro de Agustí. Le tomo por el codo y le acompaño. Tengo la necesidad de acompañarlo hasta la entrada misma de la sala. Él ha de visitar los casos que han ingresado en planta. Me cuenta brevemente, y solo puedo yo pensar en lo inhumano de la palabra caso.

Un metro es la distancia que nos salva del virus, pero es también un metro el que nos priva del abrazo. Se han precintado los asientos en las salas de espera, alternativamente, para que ninguna piel pueda rozarse. Han reestructurado las consultas (esa arquitectura inhumana que ya tienen las consultas): el escritorio ya no es suficiente parapeto y la silla del paciente se ha separado un metro de la mesa. Son demasiados ya, dos metros. Me pregunto si alguien puede sanar a dos metros de distancia.
Salimos a las visitas en la calle, de nuevo el ritual. El equipo de protección individual, decimos. Pienso en cómo se engrana la individualidad en este embrollo, en cómo encaja el concepto de individuo en la matriz de una colectividad que trata de escapar de la infección. Nos vestimos todavía con cierta torpeza, en la puerta misma de cada domicilio. Hay miradas curiosas detrás de las ventanas, miradas asustadas: aquí habita lo impuro. Cuánta consciencia tenemos que emplear para mantener el metro. ¡Qué paradoja triste la de sanar a un metro! Nos desvestimos luego, con torpeza también: la bata, la máscara, los guantes, la capucha… Todo esto se lo traga un contenedor de color negro. Residuos de riesgo, pone en el lateral. Residuos. De riesgo. Las palabras resuenan ahora más que nunca. La guerra nos libera de todo lo superfluo (se lo escuché a Zomeño en la presentación de su libro Metralla). Metralla es todo esto.

Vuelvo a casa pensando en el metro. ¿Cuántos afectos nos dejamos en un metro? ¿Qué cantidad de metros pueden salvar los aplausos de las ocho? ¿Cuántos metros añoran los que han de hacer la cuarentena sin hogar? ¿A cuántos metros de sus maltratadores estarán las mujeres que los tienen encerrados en sus casas?

Pienso en Le Corbusier, que dicen que dejaba reposar los restos del banquete encima de la mesa, al acabar una cena con amigos (una cena con amigos, tan inaudita hoy). Disfrutaba al encontrar, por la mañana, fosilizadas encima del mantel, las proporciones de la afectividad humana. Me pregunto si habría alguna cosa allí que quedara a más de un metro de la mano.