14 de abril de 2020

Manuela tiene 95 años y vive en una residencia de mayores. Y si logramos desprendernos del prejuicio podremos entender que esta es su casa, que esta es su casa ahora y es simplemente así. Es así porque así lo decidieron ella misma y su familia. “Antes de que se le empañaran los recuerdos ella nos lo dejó muy claro”, así lo cuentan ahora sus tres hijos, que hoy no la pueden ver porque hace días que el centro no permite las visitas. “El día en que no me valga por mí misma buscadme algún lugar donde me cuiden, que ya sabéis que no quisiera yo daros faena”. Coinciden hoy los tres en su relato, y en el pájaro triste en la mirada. Y allí, en aquella casa, Manuela ha ido haciéndose pequeña, y allí la van cuidando. Su casa está en la mínima porción del dormitorio, en el olor tenaz de la lejía, en el babero con su nombre en la solapa. Y está también en las fotos colgadas en el corcho, en los juegos manuales, en la ternura infinita de las palabras que casi ya no entiende, en el milagro que late en la paciencia de cada cucharada de puré.

Y hace ya algunos días que Manuela tiene fiebre, y ya no se levanta y ya no come apenas. Y el puré se le lleva hasta la cama, y la paciencia se le lleva hasta la cama, y las fotos se le cuelgan en la cama. Pero, a pesar de los desvelos de Teresa, Manuela se nos va desmadejando. Teresa es su enfermera y la conoce, la conoce hasta el punto que le ha oído los secretos que pocos han oído, y sabe que Manuela no quisiera salir ya de su casa. Entiende que a Manuela se le agota el ovillo de la vida, y a ella le gustaría recogerlo y dejarlo descansar muy suavemente. Y Teresa llama al médico, y pronto acude el médico, y como estamos en los tiempos del COVID resulta que la fiebre es sospechosa, y a Manuela se le han de hacer las pruebas. Y resulta que (es poca la sorpresa) la fiebre de Manuela es agua negra del pozo del COVID.

Y entonces llega la lluvia fina del detalle en medio del rigor protocolario. Reúne Teresa a los tres hijos y hablan mucho e hilan mucho con el hilo gentil de los detalles. Y revisan la vida de Manuela, y hacen mucha memoria de Manuela y hasta lloran. Y se vuelven transparentes las razones por las que piensan que Manuela va a estar mejor allí, lejos de las habitaciones de hospital, de los respiradores. Y cuando dicen “allí” hablan de su casa, de aquella residencia que es su casa y que tiene la ternura de su casa.

Y traen mucho trabajo los detalles. Se han de recomponer habitaciones, se tienen que desordenar horarios. Porque no es fácil hacer trabajo manual con los motores de la factoría. Pelea Teresa con el EPI las veces que hace falta, detiene el médico su agenda las veces que hace falta. Se sigue hilando fino en los detalles y en todas las palabras con los hijos y se camina muy delicadamente con tal de que Manuela pueda morir en paz, con tal de no alargar lo inevitable.

Y llega el día de después. Y en los diarios encontrará Teresa un titular con el colmillo envenenado de la bestia. Dice que “Este gobierno, que quiso introducirnos la eutanasia, ya la aplica en residencias de la forma más feroz”.

Y a Teresa, que no ha leído a Hobbes, le pinchará de pronto la intuición de que la historia de la humanidad es despiadada. Despiadada como el sueño de los tigres.