LOS DIENTES Y LAS GARRAS

La noche queda para quien es.
JULIO LLAMAZARES, La lluvia amarilla

He visto morir, uno tras otro, a todos los habitantes de Sisedo. Te digo morir porque quiero ser exacto; también podría contarte que los he visto matar. Pero el verbo matar no se sostiene si no es sobre los hombros de un culpable, y aquí no queda espacio ni para la culpa. Ya ves. La culpa, que anida en la sangre de la víscera. Ya ni eso nos queda. Esto no es más que un erial de huesos congelados. De astillas de huesos congelados.

Sisedo no fue nunca un ejemplo de virtudes. ¿Qué más puede esperarse de un sitio como este, empujado a las afueras de los mapas, de la historia, en un valle imposible? Es una cuestión puramente darwiniana, tú lo sabes: cuando no hay pan para todos, se desdibuja el límite entre el apoyo y la traición. Sin embargo, afectos y deslealtades convivieron aquí siempre en un código pacífico. Hasta aquel día en que no llegó la primavera y dejó definitivamente de haber pan.

Al principio, no sé si lo recuerdas, a duras penas percibimos las señales. Tú y yo salíamos a pasear en los márgenes del día, mientras Marina dormía. O eso creíamos. Subíamos barranco arriba, hacia la loma, y oteábamos de lejos la masía del Tuerto y sus vacadas. Bajábamos también por el valle, intuyendo apenas el camino de Minuerga, que quedaba sepultado bajo el hielo en los días más duros del invierno. Sisedo sobrevivía entonces en un equilibrio casi milagroso.

Mediaba ya marzo, y en sus amaneceres latía una insólita quietud: ni los zorzales, ni las alondras, ni los petirrojos habían llegado a romper la burbuja helada del invierno; los cerezos, donde siempre despuntaba la promesa del buen tiempo, parecían haberse congelado. Una premonición incómoda iba tomando consistencia en cada una de nuestras escapadas. He pensado después en aquella angustia que nos iba creciendo quedamente en la conciencia como si hubiera suplantado al agua, a ese rumor de agua que, por esas fechas, se tendría que haber ido apoderando del silencio del invierno hasta el estruendo irrevocable del deshielo. Nunca más conocimos el deshielo.

La gente no tardó mucho en comprender que aquello era definitivo. Acostumbrados como estaban a la crudeza del invierno, hubo una falsa calma mientras quedó en los hogares leña y harina y restos de matanza. Pero la cosa cambió cuando perdimos la electricidad. Fue, acuérdate, el día en que aquel olmo colosal se vino abajo y se llevó consigo los cables de la luz y la vida de Jacinto, destrozando su tractor y la pala quitanieves con la que heroicamente pensaba despejar el camino de Minuerga. Allí quedó Jacinto, bajo una nevada implacable que hizo inútil cualquier intento por darle sepultura. Ni incinerarlo pudimos para evitarle al menos acabar siendo alimento de los lobos. Quedó allí, allí lo dejamos, y el caso es que en las semanas sucesivas un aroma a carne asada tomó las calles de Sisedo igual que un mal presagio. Aquel olor tenía algo que lo llevaba más allá de lo animal, y con él nos fue calando, poco a poco, un poso de certeza aterradora. Los corrales estaban esquilmados, los perros empezaron a desaparecer. Apenas se veían ya vecinos por la calle y, sin embargo, las noches se rompían en disparos de escopeta, muy cerca, demasiado cerca, tan cerca que a veces parecía que venían de dentro de las casas. Finalmente llegó un día en que el hambre de los lobos pasó a ser la menos preocupante de las hambres. Porque el hombre, tú lo sabes… El hombre es el lobo para el hombre.

Marina permanecía impasible a pesar de todo aquello. Llevaba tiempo sumida en esa indiferencia con la que pretendía castigarme por lo del Tuerto. Ni siquiera entonces, en este estado de excepción, era capaz de desprenderse del desdén, como si con aquello redoblara la venganza. Pero una noche la vi descomponerse. En plena madrugada aporrearon nuestra puerta y, al abrirla, encontramos una vaca degollada que alguien había arrastrado hasta allí en mitad de la tormenta.

Sin ninguna otra referencia temporal, la llegada de cada nueva ofrenda fue marcando, puntual, el paso de los meses en este invierno eterno: los golpes fortuitos en la puerta; la res tendida, que silenciosamente llevábamos al patio, donde tú ibas dando cuenta de las vísceras mientras Marina y yo la despiezábamos en un ritual atávico. Después yo me acostaba y ella pasaba el resto de la madrugada en vela, detrás de la ventana, con la mirada perdida hacia la loma donde vivía el Tuerto. Desde allí, años atrás, la había traído yo de vuelta a casa, después de hacerle saltar a él el ojo izquierdo de un disparo de escopeta. No te negaré que muchas otras noches, en medio de este invierno impenitente, sentí la tentación de esperarlo de nuevo con el arma cargada. Pero el hambre, a veces, tú lo sabes, puede más que el honor.

La noche en que desapareció Marina me volví loco, los dos nos volvimos locos. Nos despertó un golpe de nieve en el mismo dormitorio. La puerta estaba abierta y la tormenta se había apoderado de la casa. En plena madrugada recorríamos el pueblo dando voces, apedreando las ventanas, disparando a cada sombra. Recuerdo que aullabas con desesperación. Olías cada palmo de la nieve en busca de algún rastro. Anduvimos extraviados hasta el amanecer, barranco arriba. La masía del Tuerto estaba abandonada: ni una sola vaca, ningún signo de vida, apenas algún rescoldo tibio al fondo de la chimenea. Hicimos arder toda la casa y luego regresamos a Sisedo, esta vez ya sin honor.

Ahora, míranos, ya no hay espacio para el rencor en este pueblo. Ni la culpa, ni el rencor, ni la virtud encuentran hoy dónde posarse aquí. En Sisedo no queda ya ni un alma, solamente la médula de la animalidad. Nada más que este hambre y este frío carnales que nos unen, a ti y a mí, en una misma especie. En una especie que lucha por la vida.

Mi escopeta no tiene munición. Sólo nos quedan ya los dientes, y las garras.