24 de marzo de 2020

Me cruzo con ellos esta mañana en la escalera. Nadie utiliza ya los ascensores. Él camina delante, con una lentitud casi sagrada. Se agarra a la barandilla con dos manos y tira, como puede, de un cuerpo que le responde apenas, todo fragilidad. No le veo la boca, pero logro escuchar una respiración como de locomotora, en parte por la mascarilla que le cubre media cara, una máscara industrial, blanca, redonda, que más que una máscara parece un bozal. Ella sube detrás, con un rostro que es pura desazón. En una mano sostiene una mochila de oxígeno, de la que sale una cánula que se pierde bajo la máscara de él. Con la otra, hace malabarismos en torno a la figura de su padre (imagino que es su padre), como si él fuera un jarrón de porcelana a punto de caer. Me da la sensación de que pueden llevar siglos en esa tesitura, camino de la primera planta, donde están las consultas.

Son días de lo insólito los días del COVID. Es como si el hospital se hubiera dislocado del espacio y del tiempo. Como si todo se hubiera vuelto del revés y hubiéramos caído al otro lado del espejo, en un ambiente cósmico, silencioso, glacial. En una asepsia espesa. Entran ganas de abrir todas las puertas para buscar detrás la realidad. Pero no se pueden tocar las manillas de las puertas. Tocar está prohibido en tiempos del COVID.

El caso es que detrás de las puertas, aunque no lo parezca, siguen pasando cosas. Hay gente que espera que le digan que se ha curado el cáncer. Hay gente que no sabe cómo va explicar que las pruebas salen mal. Hay gente que viene como siempre a hacerse la diálisis. Hay gente que se pone los guantes para entrar a operar.

A la vuelta me los cruzo de nuevo bajando la escalera, esta vez ella delante y él detrás. Vuelven a casa, pienso, después de la consulta. Puro retrato de la vulnerabilidad.

Y es que en la cara B de este caos sigue la vida. Frágil, excepcional.

¿Podremos seguir sosteniendo la vida con las manos mientras nos libramos con los puños del COVID?