5 de abril de 2020

Tienes ochenta y siete años y el COVID no te ha vencido, y en los siete minutos que dura la llamada me revelas más del virus que todos los artículos científicos.

A las nueve estoy sentado en el despacho. De camino al hospital me he cruzado solamente con una ambulancia y con un coche fúnebre: la primera ha conseguido adelantarme, pero al segundo ya lo he dejado atrás. Veo por la ventana la ciudad, que tiene una quietud doble de domingo. Al margen de la carretera hay algunas personas trabajando, dispersas por los campos. Van plantando cebollas, me parece. Tengo impresa, a un lado del teléfono, la última actualización científica que publica el ministerio. Al otro, va creciendo la lista de pacientes que ya se han ido a casa. Llamamos cada día para ver cómo están. La primera hoy eres tú, y aquí se para el tiempo.

Te encuentras bien, me dices. Te acabas de levantar e ibas en busca del batín, que todavía no te has puesto. Aprecio que no te has fatigado en el camino y eso me tranquiliza, aunque has tenido que recorrer todo el pasillo hasta el teléfono, porque tú no tienes móvil ni lo quieres, que a ti no te hace falta. Te pregunto si estás sola y me explicas que sí, y noto que se te pliega alguna cosa en la garganta: que tú te apañas bien, me dices, que siempre has podido hacerte cargo de la casa; que eres mayor, pero que sólo has pisado el hospital en tus tres partos; que has trabajado mucho y no has bebido, que en casa nunca habéis tenido alcohol y que eso te ha hecho fuerte. Me dices que estás sola pero que no va a faltarte de comer porque cuando anunciaron que arreciaba el temporal tú ya llenaste la despensa. Y que, además, ahora ha de sobrarte la mitad, porque tu marido ya no tiene que comer. A tu marido se lo llevó el COVID el mismo día que ingresabas tú. Y ni pudiste verlo. Y eso es una cosa que es muy fuerte. Me dices que tienes el informe médico encima de la mesa, pero que no sabes leer, que no entiendes del todo la medicación que has de tomar. Que las pastillas sí, que ya te las conoces de hace tiempo, pero ese pinchazo que tienes que ponerte tú en la tripa no sabes si podrás. Que la doctora te dijo ayer que era sencillo, pero claro, que la sencillez es según cómo se mire, que a ti te parece muy sencillo tejer punto de gancho y es posible que a ella no. Tienes las inyecciones, porque te las dejó uno de tus hijos colgadas en la puerta anoche. Se acercó con los guantes y con la mascarilla, pero no quiso entrar. Y te pidió también que algún vecino te hiciera fotocopias del informe, que él las quería ver. Te pregunto y me dices que son tres, tus hijos, pero que ellos están casados y que además trabajan, y que ya sabes… Que sí, que allí están las vecinas, que te saludan detrás de las ventanas, pero claro… Que cada uno piensa en salvarse él lo primero.

Siete minutos después ya hemos colgado. Y me quedo con la sensación de la cebolla, en los ojos también: de haber pelado el virus igual que una cebolla. Capa por capa, hasta la misma médula.

Este virus que lo traspasa todo.