22 de abril de 2020

A Joaquina la ha infectado el COVID en grado de tentativa solamente. No la ha tocado el virus, no ha tocado su piel ni sus mucosas. No se ha acercado siquiera al pueblo donde vive. Y, sin embargo, la ha infectado el COVID. Ha llegado hasta ella no en la forma de virus en que lo conocemos, tan redondo y tan lleno de tentáculos, sino en las sucesivas formas humanas de este virus: en todos los apéndices sociales del COVID. No por acción, sino por omisión. Ha calado la enfermedad entre las zanjas que llegaban justamente a protegerla: por esas brechas, por esos socavones en la fragilidad de su rutina.

Son las nueve de la noche. En el valle está lloviendo. Una lluvia finísima que apenas se dibuja delante de los faros del Smart. Joaquina está sentada de espaldas a la puerta. Lleva un batín morado y un bolso que sujeta con fuerza en el regazo. Está en una tumbona metálica, plegable, justo en el punto medio de la estancia. Parece que domina la habitación entera desde allí, pero ella observa todo y su mirada resbala encima de las cosas, como si no fuera capaz ya de entenderlas. Alrededor, un absoluto caos en lo doméstico: prendas de ropa en todos los rincones, el cable del teléfono arrancado, varios marcos de fotos por el suelo, un misal de comunión en un zapato. Y, aunque mira a todas partes, su mirada no se posa. Lo ha removido todo en busca de alguna referencia, pero ella está extraviada en el mismísimo centro de la casa.

El COVID no ha tocado a Joaquina con la mano viscosa de la fiebre, pero sí la ha ido cercado con un abrazo lento de distancias. Le ha arrebatado la voz de las vecinas, la caricia del sol, los gritos del vencejo. El asedio del COVID la ha confinado tanto que la ha llevado hasta el reverso total de la memoria. Y allí no hay más que sombras de algún viejo recuerdo y el mar de galerías oscuras del delirio.

Yo miro en la mochila y busco alguna cosa que pueda, por lo menos, serenarla esta noche. Y la llevamos, luego, cogida de la mano hasta la cama. Y allí, en la oscuridad, se nos va deshaciendo con una letanía que acude de algún pliegue en la memoria. Y al final, pero muy al final, le llega el sueño.