29 de marzo de 2020

Hoy, que no voy a trabajar, se me hace más insoportable el avispero. Surge el estrépito de las avispas en cuanto destapo la trampilla de la prensa, de la televisión, del tuiter. Y ya no las acallo, ni aunque cierre la rendija y las ventanas y suba el volumen de la música y esconda la cabeza debajo de la almohada. Las avispas ya están dentro, en cada pliegue de las horas, en el sueño.

En este silencio de lo insólito, en esta cara extraña de la realidad, se van multiplicando los zumbidos. Colonizan, insolentes, el asombro monumental del mundo. Vienen de todas partes, de cada rincón del alma humana y de cada pequeña perspectiva de las cosas: de la crítica banal, del desconsuelo, de la esperanza, de la confusión, del crédito provisorio de la ciencia, del miedo, de la soledad. Zumban los dirigentes en pleno desconcierto, zumban los editoriales con la tinta de la inquina y zumban las tertulias en un eco insustancial. Zumban los insidiosos intereses de las tribus, zumban más alto los que tienen más voz y al final zumbamos todos. Zumbar por no callar. Zumbidos hueros, tuits, cadenas de wasap: aquí una nueva promesa de la ciencia, toma este artículo, lee este editorial, mira si da vergüenza la ministra, firma esta petición, comparte, todo pasará.

Pensábamos que el virus vendría a revelarnos lo real, y ya lo dudo. Porque detrás de las pantallas no está el mundo. Detrás de las pantallas sólo crece una nube cargada de aguijones. El mundo está de cara a los sentidos, al otro lado del ruido que sepulta los sentidos: detrás del alboroto de portadas, de opiniones, de discursos y de quejas. En el grito del individuo no está el mundo, sino en la piel del individuo que es la piel de la comunidad, la piel del mundo.

En los domingos extraños del COVID uno desea volver al hospital para dejar atrás el avispero. Y abandonarse a la piel de lo real, a la voz de lo real. Sentir el aguijón de lo real.

Porque la realidad es toda, ahora, silencio. Y no la aprenderemos si no es desde el silencio.