18 de abril de 2020

“Entiéndame doctor, yo les tomé cariño lo mismo que si fueran mis papás”. Mayela llora, desconsoladamente llora, contenida, con la injusta discreción de la que sabe que no ha de molestar. Por si las moscas. Llora, pequeña como es, apoyada en el quicio de la puerta, custodiando la entrada al dormitorio donde ya no han de dormir Ana y Vicente. Con los guantes azules, los mismos con los que le ha quitado los últimos pañales a Vicente, se limpia alguna lágrima. La mascarilla sujeta en las orejas, descolgada debajo del mentón. El gesto resignado de quien vive en el rosario interminable de las pérdidas.

Mayela no llega a los cuarenta y ha vivido muchas vidas en su vida. Llegó de Guatemala hace seis años y allí dejó tres hijos y una madre que, de pronto, se vio en la tesitura de ser dos veces madre. De su marido Mayela nunca habla, no lo nombra. Hasta este pueblo llegó con dos amigas, en un viaje en autobús desde Madrid, la noche de un domingo. Y todo lo que trajo cabía en una bolsa. Venían a instalarse cada una en una casa, a llenar el espacio del cuidado de la casa, a ocuparse de los mayores que quedaban en la casa. La imagino deshaciendo el equipaje aquella noche, sintiéndose tan lejos y pequeña en esa incertidumbre de la casa, tomando posesión del dormitorio. Con todos sus desvelos.

Mayela dice que tuvo mucha suerte con Ana y con Vicente. Que son dos ancianitos que la han querido mucho. Que han tenido sus cosas, y han dado sus trabajos, pero se han preocupado por que estuviera bien. Pero Mayela se fue desdibujando en lo doméstico, discreta, silenciosa, resacándole el brillo a lo doméstico. Y fue recuperando aquella casa viejos bríos y aromas de otro tiempo: de ropa tendida y de cazuelas, de jabón de baño y de perfumes. Y en todas las horas de la casa sostuvo Mayela con esmero el vidrio frágil de la vejez de Ana y Vicente: con manos, con besos, con esponjas, con palas de cocina, con pañales, con cajas y cajas de pastillas, con bastones y con sillas de ruedas, con un pozo infinito de ternura. Con la resignación brutal de la necesidad.

Y un día, por las grietas del afán de los cuidados, COVID entró en la casa. Y compartieron todos el grumo de la fiebre. Y Ana se fue al hospital y ya no ha vuelto. Y Vicente se ha marchado con toda la tranquilidad del dormitorio, entre los paños tibios y las manos febriles de Mayela.

De Mayela, que ahora llora en el quicio de la puerta. De nuevo en el umbral de su destino. De un destino que no entiende de pandemias.