El abrazo incandescente

El niñito era muy rubio, pero tenía la piel de un tono arcilla. A juzgar por el contraste de colores, ya llevaría unas semanas en el camping, en combustión bajo las sales de la playa y los rayos inclementes del verano. Aquella tarde hacía un calor extraordinario, a pesar de que el sol iba cayendo a las espaldas macilentas del volcán. Algunos haces se filtraban de soslayo y retrataban, debajo de los toldos, a los campistas en estampas cotidianas.

El pequeño había perdido la pelota y la buscaba bajo una caravana, su cuerpecito junto al borde del neumático. En el rectángulo de sombra del vehículo, un hombre gordo dormitaba en una hamaca. A su lado había una mesa medio puesta, con piezas de vajilla desconchadas y una botella de vino sin tapón. Podían ser los restos del almuerzo o los preparativos de la cena, y llegaban, de dentro de la estancia, señales de algún plato a medio hacer: un chisporrotear de aceite hirviendo y los golpes de metal de una cazuela. Salió, de pronto, por una ventanilla, una mujer con una espátula en la mano. Con medio cuerpo fuera del vehículo, dijo un nombre en voz alta varias veces, y no debía de ser el del marido, que apenas se movió sobre la hamaca. Quedó quieta un instante, en una espera, y al no obtener respuesta, se supone, volvió a la oscuridad de su cocina. En esa rápida inspección pudo fijarse en las breves extremidades del niñito, que asomaban a los pies del automóvil, entre un ovillo enorme de manguera y un cubo de basura sin cerrar. Sin embargo, a juzgar por su actitud, no alcanzó a verlo.

Después de unos minutos afanado, pareció dar por perdida la pelota y siguió con su paseo cuesta arriba. A nadie debió de sorprenderle que caminara solo por el camping (era un lugar muy frecuentado por familias, y más en esos días de verano: las leyendas del volcán nunca fallaban en su poder de atracción para los niños). A aquellas horas llegaban, todavía, algunos veraneantes en sus coches, e iban tomando posesión de las parcelas. Una pareja joven desplegaba su tienda de acampada y pudo verlo. Le hicieron aspavientos con las manos.

Se cruzó, algunos metros más arriba, con una niña que montaba en bicicleta. Hacía derrapar, con cara ufana, las ruedas en la tierra del camino y levantaba una nube a sus espaldas. Por el gesto del niñito se diría que algo de polvo le fue a entrar en los ojos: se detuvo de pronto y se llevó las dos manos en cuenco hacia la cara. Allí, bien cerca de él, había un anciano que llenaba botellas de una fuente, apoyado con hastío sobre el grifo. Tuvo el pequeño que emitir algún quejido, porque el hombre se acercó hasta donde estaba, le tomó por las muñecas con ternura e hizo ademán de soplarle en los dos ojos. Así debió de reparar el contratiempo, porque el niñito siguió por el camino.

Al bordear el barracón de los lavabos tuvo que percibir aquel olor: el acre espeso de la mezcla de la orina con los sudores y el agua con lejía. Arrodillada delante de un retrete estaba esa mujer que se cubría con un pañuelo negro la cabeza y que siempre llevaba manga larga. Se habrían visto ya, posiblemente, en cualquier otro lugar aquellos días (tal vez reconociera él su carro todo lleno de utensilios de limpieza). Junto al carro jugaban unos niños que debían de ser hijos de ella, con una cara igualmente afilada y los ojos muy al fondo de las cuencas. Vestían camisetas estampadas con el rótulo del camping bien visible, se pasaban con calma una pelota y se hablaban con muchas consonantes. El niñito se detuvo unos segundos con la mirada puesta en la pareja, quizá extrañado por ese idioma nuevo o tal vez envidiando la pelota. Entonces ocurrió que, de repente, su atención se despegó de aquellos niños y su vista fue a colgarse, imantada, del rodapié del cráter negro del volcán. No había distracción en aquel gesto, sino arrobo. Tuvo que percibir algún aviso.

Ya nadie más debió de notar nada, porque las cosas siguieron sucediendo en ese tiempo grumoso de las tardes: las cuerdas de tender entre las tiendas se tensaban con el peso de la ropa, los humos de la carne saturaban el aire de debajo de los toldos, algunas luces blancas de linterna empezaban a moverse entre las sombras. Quizá sólo hubo algo diferente, como una melladura en la rutina, que a nadie le extrañó, si la notaron. Cada familia, seguramente entonces, vivió con simpatía el que los perros buscaran un refugio entre las tiendas, debajo de los toldos, en las sombras. Tal vez era el calor desmesurado lo que podía estar rompiendo la costumbre de perseguir el vuelo a los vencejos en una algarabía de ladridos. Ni un solo can corría aquella tarde.

Se entretuvo, entonces, el niñito, con un objeto que descubrió en el suelo. A juzgar por el aspecto era una piña, aunque era extraño ver una piña allí. Fuera de algunos ficus que marcaban los vértices de bloques de parcelas, toda vegetación desafiaba el nicho natural de aquel desierto. Hacía siglos que el volcán no respiraba, pero cuanto tocó se quedó yermo, y no había pinares a la vista. Él no pudo pensar que tal vez fuera algún tesoro abandonado por un perro en una huida muda hacia las sombras, y no pudo intuir que en ese hallazgo latían los temores de la especie. Para el niñito, la extrañeza del objeto era muy pura y no tenía significado. Tomó la piña con sus pequeñas manos y fue jugando con ella en el camino. Cuando se le caía se agachaba, y le asomaba la blancura de los muslos.

Su paso fue tomando, poco a poco, jovialidad de trote, hacia lo alto, camino de la última parcela, que ocupaba una roulotte de aspecto antiguo. Tenía abiertas las ventanas y las puertas, y, en todas ellas, telas viejas por cortinas. Junto a la entrada, una maceta con un cactus, una silla de tijera desplegada y un extraño sofá de mimbre, roto. El pequeño se acercaba hasta ese punto con la cadencia desmañada de sus pasos y con un brillo de avidez en la mirada, que parecía que le andaba por delante. Entre los muebles, una bruma ensombrecía los contornos de aquella mujer joven, que fumaba con los pechos descubiertos. Había algo vegetal en su figura: era el tono de su piel o la manera en que abría los brazos lentamente para dar cobijo en ellos al niñito. Y quizá tuvieron tiempo, en ese instante, de hablarse bajo, a los oídos, con ternura. Porque después rugió el volcán y fue la lava lamiendo la ladera hasta abrazarlos.