17 de marzo de 2020

Salimos a las ocho cada tarde a celebrar la vida en los balcones, la vida que resiste debajo de este calderón doméstico. Aplaudimos para conjurar así este nudo de extrañeza. Soñamos con tejer una enorme red de aplausos que no deje caer a las cajeras (las manidas cajeras), a las mujeres que limpian hospitales y a las que ya no limpian casas, a los ludópatas, a los alcohólicos, a los ejércitos de camareras licenciadas, a los libreros, a los hipotecados y a las putas. Aplaudimos bien fuerte e imaginamos que el deshielo de este horror ha de traernos un nuevo sentido de la comunidad. Nos escuchamos: me entero hoy de que el marido de Pilar, que vive enfrente, murió hace exactamente tres semanas. Ojalá el coronavirus nos infecte la médula podrida del individualismo y nos enseñe a tocar el alma del vecino. Ojalá nos mantenga los balcones del corazón abiertos para siempre. Hoy no han salido al balcón de Jesús, espero que haya sido por el frío.

Quien me conoce sabe que trabajo, desde hace algunos años, al borde de la muerte, que tiene algo como de trabajar en guerra. Entramos cada día a los hogares de la gente y hacemos lo posible por que el caos y las aristas del dolor no pesen demasiado detrás de los balcones. Pero en los días del COVID a los equipos de atención domiciliaria se nos enreda entre las horas del reloj otra tarea, que es la de acompañar (tras la casaca azul impermeable) a ese enjambre creciente de personas que han sido tocadas por el virus, que no están graves para ir al hospital y se confinan en sus casas, cada una detrás de su balcón, cada una con su soledad y con su angustia (porque aquí vive lo impuro y los vecinos parece que ya no aplauden tanto). Gran parte de nuestras energías se dedican, estos días, a ir sumando en la miríada de casos: ayer dos, hoy dos, mañana tres. Llamadas, preparación del material, traslado, el timbre, despliegue en el recibidor, espérenos al fondo, los guantes, la bata, la mascarilla, la sangre, el cómo me duele que los vecinos hablen mal, incluso en internet, el qué va a ser de mi negocio, el cómo tengo que limpiar, el qué hay del perro. Y vuelta a empezar, pero al revés: fuera la bata, la mascarilla, el gorro… Pasan así las horas, y el dolor y la inseguridad pueden palparse incluso con dos pares de guantes en las manos.

Y a pesar de esto, y con esto, y al margen de esto, la gente se sigue muriendo de sus cosas, a la orilla del virus y del mundo. Entre las batas y los gorros y los guantes se nos sigue mueriendo esta mañana Juan, que tiene cuarenta años y tres hijos y un cáncer que no entiende de la alarma. Se muere a borbotones y le falta todo el tiempo del mundo para entender por qué se muere. Y se muere en los días del COVID, y no tendrá el candor de sus vecinos, ni las campanas, ni tendrá los besos.

Juan ha vuelto esta tarde conmigo. A mi casa, a mi balcón, a mis vecinos.

Ojalá se muera Juan una tarde a las ocho. Ojalá le despida el aplauso del mundo.