NO VAYAN A DECIR

(Relato finalista en la segunda edición del Premio de Cuentos Breves Francisco González Ruiz, 2021)

No recuerdo haber tenido nunca tantas ganas de estar sola contigo. Lo pienso ahora que por fin se han despedido todos, o mejor, se han dejado acompañar hasta la puerta. La gente tiene la costumbre de presentarse cuando menos falta hace. Dime tú a mí qué necesidad tiene tu hermano de aparecer a estas alturas, con esos aspavientos, como si esto le pillara por sorpresa. De don Javier ya no te digo nada, que bien sabe él lo que he sufrido yo, y va y me viene con que si los santos óleos y el perdón. Como si no te anduviera perdonando yo toda la vida, que hasta el pecado original te lo he borrado de tanto fregarte los pecados. Y por si fuera poco, los del seguro, casi tres horas que me han tenido en vilo para poder darte el pasaporte de finado. Que parece que hasta para declararse muerto hay que tener en regla los papeles ¿Y no me dicen además que se llevan la ropa y que ya te visten ellos? Pues he tenido que decirles que ni hablar, que aquí la única que piensa amortajarte es tu mujer, que para algo es tu mujer. Se pasa una media vida lavando calzoncillos y vienen un par de forasteros y quieren arreglarte así, de oficio, con esa frialdad. Pues de eso nada.

No recuerdo cuándo fue la última vez. La última vez que tuve yo el deseo de ti, de verte así, tú y yo y ya está. Y no será por las horas que hemos pasado los dos en este piso. Cincuenta y tantos años van desde que entramos aquí pensando que esto era el paraíso. Cincuenta y tantos metros que han visto ya de todo, ¿y qué no han visto? ¡Qué engañados nos teníamos! Virgen al matrimonio y deseosa de un nidito de amor llegaba yo. Entonces sí tenía yo ganas de verte así, desnudo. O quizás no, quizás no era deseo sino miedo, que la desnudez de un hombre, antes, guardaba un misterio doloroso. El miedo de después ya fue otra cosa. Quisiera yo saber entonces dónde estaban tu hermano, y don Jesús, y todos los demás. En la soledad de allí sí que hubieran podido ahorrarme buenos palos, y no en esta.

Te retiro la sábana. Alguien te la ha dejado caer encima. Seguramente habrá sido la doctora, con esa manía que tienen de tapar todo lo impuro, como si la muerte pudiera tramitarse así de fácil, bajando el telón. La he visto acercarse con recelo antes de certificar tu defunción. Tu defunción, lo ha dicho así. Te aparto la sábana y te quito el pijama. Es un pijama viejo, descolorido del uso y de lejía. Lo corto con las tijeras de cocina, las mangas, las perneras, para sacarlo sin tener que incordiarte demasiado. También te quito el pañal y me conmueve esa desnudez inofensiva tuya. Esa desnudez del alma que no pueden tapar ya todas las sábanas del mundo.

Te enjabono todo el cuerpo. El agua templada, no muy caliente, que a ti te gusta así. Con la esponja voy limpiándote desde el cuello hasta los pies: la espalda, las axilas, las nalgas. Lo último, tus partes, que tienen algo ahora como de piel de lenguado, no me preguntes por qué. ¡Si tú vieras la primera vez que tuve que limpiarte el culo! Más que el asco era la rabia, pero una rabia como toda hecha de pena. Me dijeron que de aquella te morías, y han pasado cinco años. Y yo no sé si he sido más esclava en estos cinco o en los cuarenta que vinieron antes. Que antes aun podía una darse un respiro cuando estabas en el bar o en el trabajo, o donde fuera. Pero después, a ver en qué momento. Y habrá quien piense que un hombre enfermo como tú no da trabajo. No sé yo si hubiera sido mejor que te me murieras entonces y no a plazos. ¿Y qué me dices tú de las ayudas? Que no, que si la renta de mis hijos es muy alta. Como si no tuvieran bastante ya tus hijos con haberte aguantado en vida para tener que mantenerte a estas alturas, todo desvencijado como estás.

Te doy crema. Hidratante, de la buena. Mira qué piel. Me lo dice la enfermera, lo bien cuidado que te tengo, ni una llaga. Cada mañana me siento a mirarte en el rincón. Es siempre una sensación como de paz, después de haberte lavado y perfumado y puesto el desayuno por la sonda y dado todas las pastillas. Y tú mirándome con esa mirada que sé que tú me entiendes y que me lo agradeces, hasta que me perdonas por los días que quiero cerrar la puerta de casa y no volver. Que si pudieras moverte a lo mejor hasta me dabas un abrazo. Me siento a mirarte y me enciendo un cigarro, uno cada mañana, bien dosificaditos, como para liberarme. Y no sé si me saben hasta un poco a venganza, dios mío, con lo poco que te gustaba a ti verme fumar.

Te visto. No te lo creerás cuando te diga que ya tenía el traje preparado. Pero desde hace años, fíjate. Lo tenía bien guardado en el fondo del armario, en una funda. Me cuesta colocártelo porque empiezas a tener ya una rigidez como de cera fría, pero te queda bien. Te imaginaba así, elegante. Desde las bodas de plata que yo no te veía en traje, y mira si ha llovido. La de veces que soñaba yo de niña con vestir a mi marido para ir a trabajar, y ya ves tú, a los setenta y para el último viaje. Que nunca es tarde, dicen.

Te peino. Te peino ahora casi con más delicadeza que cuando estabas vivo. Privado como estabas de todo lo demás, la cabeza era tu último rincón de resistencia, el único reducto de tu cuerpo que no pude someter a este amor mío que me he ido cobrando de vieja y a poquitos. Cómo te resistías a que te peinara. Te peino y hasta te pongo laca, no vayan a decir.

Te intento cruzar las manos sobre el pecho, las uñas bien cortas y bien limpias. Parece que pesan más que nunca, me cuesta sostenerlas. Y mira que conozco bien su peso, que lo he probado sobre todos los palmos de mi cuerpo. Se aguantan, al final, las dos entrelazadas. Te arreglo bien los puños.

Te anudo la corbata. Y quiero hacerte un nudo de los gruesos, que cubra bien esa marca morada de tu cuello. No vayan a pensar, dios me perdone. No vayan a pensar que he sido yo.