ÓRGANO

El relato total va sucediendo mientras nuestras minúsculas historias se detienen, se suspenden, se disuelven.
MARINA FALS, Las vidas que perdimos viendo crecer la hierba

Por ello, además del conocimiento de la anatomía, es imprescindible ejecutar los tiempos fundamentales de la técnica quirúrgica (incisión, hemostasia, exposición, disección y sutura) de manera precisa.
ANGÉLICA GONZÁLEZ, Tiempos fundamentales de la técnica quirúrgica

Incisión

A la vuelta del trabajo, ella decidió que pedirían una pizza. Sabía de sobra que a él no le gustaba comer pizza, pero llegaba cansada (¡seis parejas eran muchas para una sola tarde!), realmente cansada, y se lo merecía. Cada día se le hacían más penosas las jornadas en la clínica... Al principio disimulaba la fatiga, no le gustaba dejarla traslucir, no quería importunar a su marido: él pasaba los días enviando currículums, actualizando su perfil en webs de ofertas de trabajo, esperando la llamada que fuera a rescatarlo de la abulia, y ella procuraba abrazarlo en su angustia cuando llegaba cada noche, hacerlo sentir útil en las tareas menudas de la casa, poner buena cara ante la cena, que él le preparaba puntualmente con tan poca voluntad como pericia. Aborrecía aquellas cenas, en el fondo, y ese día había tenido, sí, una jornada especialmente difícil. Por eso decidió que pedirían una pizza. Venía imaginándolo: se lo diría a él al entrar por la puerta, antes siquiera de preguntarle cómo estaba, de ese modo en el que nunca tendrían que tratarse las cuestiones importantes (para dar una noticia inesperada conviene asegurarse de que el otro está en alerta). Porque aquello era importante, tenía esa intuición: el asunto de la pizza era importante. Llegaba aquella noche (ojo, llevad cuidado...) tocada por el nervio de la desobediencia (a veces son cuestiones banales las que prenden la punta de la mecha). Llegaba del trabajo dispuesta a dejarse quemar hasta el final.

—¡Cariño! —La llave todavía puesta en la cerradura, el paraguas mojado goteando en el suelo—. ¡Hoy pediremos pizza! —Selló la afirmación con un portazo firme. Huía, con aquello, de las llegadas mansas, de su entrar en la casa como una perra dócil (el quid, en ocasiones, está en la contención de cualquier movimiento que pueda perturbarle el equilibrio al otro).

Él no le contestó. Ella ya estaba hecha a ese ambiente lacónico, no le extrañó el silencio (lo no verbal es clave, hablamos muchas veces a través del vacío). Y entró en el comedor con paso vacilante, mordida por un miedo que también conocía (hay que impregnar la casa con la seguridad: la casa es un refugio para vosotros solos). Dejó sobre el sofá el bolso y el abrigo, dejó caer en la alfombra su paraguas mojado y se paró en el marco de entrada a la cocina. Lo encontró junto al banco, de espaldas a la puerta, con un despliegue enorme de comida y cacharros, las manos apoyadas en el borde del mármol. En la estancia flotaba una nube de humo. Le llegó, como un golpe, el olor al aceite quemado en la sartén. Y a colilla apurada.

—¿Te parece, cariño? ¡Pedimos una pizza! —Trató de sonar firme.

Él no le dijo nada. Ella ya lo sabía, lo conocía bien, le hubiera sorprendido que se girara entonces: esa crudeza suya (a veces el dolor se revuelve en desdén, y es bueno saber ver la herida que se esconde tras esa piel de espinas, dejarla respirar, no querer arañarla). Se tragó la saliva, salió a buscar el móvil y puso a actualizar la aplicación de Glovo.

—¿Qué tal cuatro estaciones? O una vegetal… Con doble de alcachofa… ¿Te apetece alcachofa? —Él no comía alcachofa, odiaba la alcachofa.

Entonces él se puso a recoger el banco, de espaldas a la puerta. Iba depositando objetos en la pila, abriendo los armarios. Lo oía respirar, cada vez más profundo. La fuente de ensalada fue entera a la basura. Y se lavó las manos.

—Pido para las diez. Las diez es buena hora. Me da tiempo a ducharme. ¿Te parece, cariño?

No se apartó del marco, se quedó allí en silencio (a veces el silencio es una tregua justa, es incluso un abrazo, lo contrario a la herida) mientras él agrupaba las cosas de la cena con un ritmo flemático (pero ojo, porque, a veces, el silencio es un campo cultivado de minas): los platos, los cubiertos, la pechuga empanada (a veces el silencio es la herida, el cuchillo, a veces el silencio es pura violencia). Después se fue hacia el baño.

Regresó de la ducha envuelta en su toalla. Recuperó el teléfono de encima de la mesa y revisó el pedido: vio que estaba en camino, con entrega prevista a las diez de la noche. Faltaban diez minutos. Lo vio en aquel reloj de la pared, enorme. Era un reloj antiguo, un regalo de boda, no recordaba quién... Era un reloj de aquellos con tres agujas grandes que no se detenían, que rodaban sin pausa, cada una en su cadencia. Esperarían, pues. Amparada en el marco tenía perspectiva de toda la cocina, con el reloj al fondo. Él seguía de espaldas, con la cabeza gacha, los brazos en tensión (la pareja es espacio de crecimiento mutuo, espacio de cultivo, con el fertilizante más eficaz de todos, que es justo la ternura), hierático, inquietante. Pensó en aquellos brazos, en el tiempo que hacía que no la cobijaban.

—La pizza está llegando. Voy poniendo la mesa. —Pero no se movió, tan poderosa era la estampa de derrota del marido en silencio. La atraía con fuerza.

Nueve y cincuenta y cinco. La tele estaba en marcha. Pensó por un momento que no tenía volumen, y luego reparó en el sonido grave del extractor de humos, en el zumbido rudo que retumbaba en todo. Levantó más la voz, sorprendida ella misma:

—¿Me ayudas con la mesa? —Había sonado dura.

Nueve y cincuenta y seis. Encima de la mesa estaba el cenicero y un bote de cerveza. Los restos de ceniza dibujaban caminos en el mantel de plástico. Ella cogió un cigarro, se lo llevó a la boca. Hacía cinco años que no fumaba ya.

—¿Me das fuego, cariño? —dijo provocadora, buscando, quizá, entonces, que él se diera la vuelta (la chispa salta, a veces, en un gesto inconsciente, pero otras muchas veces somos nosotros mismos los que jugamos cerca de la piromanía).

Nueve y cincuenta y siete. Él se sacó el mechero del bolsillo de atrás y le encendió el cigarro, sin mirarla a la cara. Ella lo había visto: el mechero en la parte de atrás de su cintura, remarcado en su glúteo. Él seguía teniendo una belleza indómita a pesar de los años (el sexo, que parece lo más sofisticado, es un triste vestigio de la naturaleza. No lo queremos ver, pero es pura barbarie). Aunque, a pesar de todo, ya no lo deseaba.

Nueve y cincuenta y ocho. Se apartó de los labios el cigarro encendido en un gesto impulsivo. Se limpió bien las manos en la toalla húmeda y miró su teléfono: «¿Dónde estará la pizza?». Comprobó que el pedido seguía de camino. Le extrañó que el descuento de tiempo de la espera se hubiera detenido en la aplicación del móvil: ¡diez minutos, aún!

Eran las diez en punto y faltaban diez minutos, decía la pantalla. ¿Por qué esos diez minutos? Él seguía impasible: con la mano derecha arrastraba unas migas y las tiraba al suelo, con una negligencia elaborada, fría.

—¿Es que no tienes hambre? —dijo ella, aunque sabía que él no diría nada (a veces nos hablamos con lo que no decimos). Entonces intuyó que ya estaba la llama corriendo por la mecha, y pudo anticiparse. Deseó lo que vino detrás, lo convocó.

—¿No vas a decir nada? —Se acercó hasta su espalda, le colocó las manos encima de los hombros. Y lo apretó con fuerza.

Y entonces vino aquello, la hostilidad total, esa lengua de lava que ella estaba esperando:

—¡Qué quieres! ¡Qué te pasa! —le dijo él, violento.

Y ella lo contó todo (a veces hay palabras que vienen justamente a darnos la palabra). Todo, desde el principio. Lo del amante, todo. Que ya no lo quería. Que el final. Que el divorcio.

Y a medida que hablaba crecía la certeza de que no habría pizza.

Y conforme contaba perdía la consciencia de que era una mentira.

Hemostasia

Recién estaba haciendo las papas sancochadas, el ají de gallina, como le gusta al hijo, mientras espera al hijo. Cómo le gusta al hijo el ají de gallina, bien rico de pimienta y cómo es que le grita desde la puerta, abajo, ya desde la escalera: qué rico huele, madre. Parece que lo siente llegarle por la espalda, besarla en el huequito en el centro de la nuca: mi madrecita linda. Y cómo huele siempre el hijo al aire sucio de esta ciudad sin fe, al gasoil de los autos de Madrid, a refritos. Le parece a la madre que lo siente abrazarla, y ahora apenas recuerda si ha dejado el hornillo encendido en la casa cuando la han reclamado por teléfono allí, a esa sala de espera de un hospital salvaje. Ha llegado calada, ha atravesado toda la ciudad con su lluvia, con un pacto secreto: si cruzo la tormenta el chico estará vivo. El hijo siempre arriba y abajo con la moto, dios sabe dónde pudo conseguir esa moto, dios sabe de qué forma se logró los permisos: mi madre, así podremos ir saliendo de apuros, me lo han dicho los chicos, que deje las apuestas, que me ponga de rider, que son más de quinientos al mes, madre, ¿tú sabes? Y luego las propinas. Yo me busco una moto, me la deja cualquiera, me saco los papeles y me pongo de noche, unas horitas sólo. Nunca había pisado un hospital por dentro, ni cuando los miomas quisieron atenderla. En este país, madre, tenemos que ganarnos los derechos a sangre, este país nos devora: las concertinas muerden, pero una vez ya dentro nos digiere despacio. Y ahora le parece que está en un vientre oscuro, que ya está en digestión. Parece que lo escucha, la madre, que lo siente, en esa sala fría, violenta, despiadada. Desmiga entre sus manos el papel del pañuelo. Encima de la mesa la caja está vacía: los ha sacado todos, los ha arrancado todos. Como si los pariera como lo parió a él. El piso se ha llenado de pañuelos deshechos, un llanto de pañuelos apelmazados, negros. Las luces la torturan, casi puede escucharlas, los tubos de neón latiéndole en el hueco de la cabeza, dentro, en el espacio muerto que le ha dejado el alma: la ha derramado toda. La ha derramado entera por la punta del boli con que ha puesto la rúbrica. La copia está en la mesa, al lado de la caja de pañuelos vacía. La han dejado allí sola con la copia y la caja de pañuelos. Vacía. La madre está vacía. Desde que le ha sonado el móvil en la casa esta tarde está vacía. Siente cómo llegaba desde la puerta: madre, hoy te traigo delicias, quítate ya los guantes y el mandil, que te bese. Y cómo abrían ellos con intriga el paquete, las solapas de caucho, las tapas de cartón, pequeñas recompensas del reparto, a hurtadillas: hoy sushi, hoy hamburguesa, hoy pizza, hoy pollo asado. Pero luego: ay, mi madre, con las cosas tan ricas que me cocinas tú, todo esto son minucias. ¿Dónde estarán las madres de esta gente que pide para cenar en casa? ¿Soy yo la madre, madre, que les llevo la cena? Y ahora está vacía, una madre vacía, un útero vacío, después de treinta años de parido. Vacío. Vacío de un cadáver que imagina en la mesa, tendido en una mesa, las manos de los médicos hozándole en el vientre. Las mismas cuatro manos que la manoseaban hace veinte minutos en la sala de espera, que le daban pañuelos: las manos en sus hombros, las manos en sus manos, el ritual de manos mil veces repetido: «ha sido una desgracia (…) puede salvar a otros (…) quizá pueda pensarlo (…) su hijo era muy joven (…) los órganos vitales (…) al menos cuatro vidas». La madre se ve sola en esa sala amarga llenita de pañuelos negros, como su suerte. Negros como las manos que le arañan el vientre a su hijo y a ella, que son un solo vientre. Negros como los puntos y comas de las leyes que deciden quién tiene derechos en la vida. Negros como la pena de que la sangre tibia de su hijo le vuelva la vida a un hombre blanco. Negros como la espera. Esa saña de espera.

Disección

Guardas el busca en el bolsillo y te acercas al balcón. Desde la novena planta puedes verlos. Eres capaz de distinguirlos en medio de la gente, entre el amasijo de cuerpos que salpican la franja de la arena, todos negros, todos plastificados, cada uno enfundado en su propio neopreno. Aun así, tú los distingues. Distingues a los tuyos. A veces te parece, incluso, que puedes escucharles la voz a los pequeños, algún gritito de entusiasmo, traído por el viento hasta el balcón, por el levante duro que azota las terrazas, los toldos, las palmeras. Él quiso los veranos en la playa, quiso primera línea y dos balcones, quiso el descapotable y la piragua, el tándem, las dos tablas, el trastero. En parte le venía de familia y en parte lo aprendió en el hospital, ese nido de cachorros codiciosos que confundía la propiedad y la aventura con la felicidad y con el éxito. A cambio, tuvisteis que vender la furgoneta, dejasteis las salidas de montaña, tirasteis la tienda iglú de Decathlon. Ya no volviste más a los bombachos, a las barras de incienso, a viajar con la ONG de Mozambique para operar a niños con fimosis. Con él dejaste atrás esos veranos y te instalaste allí, en un delirio de bronceador y de deportes en el mar. La playa se ha vaciado de bañistas a medida que venía la tormenta, y poco a poco han acudido todos ellos, a reclamar la mala mar para lo suyo: «cinco, veinte, veintiséis, cuarenta y cuatro», los vas contando mientras bullen en la arena, mientras se esquivan con las tablas, se saludan y corren a lanzarse hacia las olas. Y entre todos esos cuerpos, que brillan y se mueven como atunes, eres capaz de distinguirlos a los tres. Siempre te muerde la angustia cuando piensas en los pequeños con sus dos tablas a cuestas: los imaginas en las peores situaciones, degollados con la cuerda de una boya, atrapados debajo de la tabla, con el cuello tronchado contra el fondo. «Ojo, chicos, vuestra madre tiene miedo. Demostradle de qué pasta estamos hechos», les ha dicho él al salir esta mañana, mientras los iba empujando al ascensor, con sus manos sobre las cabezas rubias. Tú te has quedado lastimada de temores, señalada por su dedo, en la cocina, al otro lado de la puerta de los éxitos, y ahora los miras a los tres desde el balcón, con el busca de trasplante palpitando, deseando que te avisen de una urgencia, deseando que te suene. Y escapar.

Te sonará en cualquier momento en el bolsillo. Ese sonido estrepitoso de los buscas te acompaña desde que eras residente, te despierta el hormiguero de endorfinas, se remueve entre las vísceras, te agita, te convoca al milagro del bisturí. Y cerrarás el balcón y las cortinas, te pondrás la chaqueta impermeable, cogerás la mochila de las guardias. Dejarás la tortilla preparada y las barras de pan sobre la mesa y una nota: «me han llamado de trasplante, ya os aviso cuando acabe, disfrutad». Y sacarás el Opel Corsa del garaje, aparcado junto a su descapotable. Conducirás bajo la lluvia al hospital.

El hospital es como líquido de Kodak: revela el trasfondo de la vida, fija la realidad y te la muestra, saca a la luz los planos invisibles. También tú sales en la foto de familia, con toda la crudeza del retrato. Lo pensarás mientras accedes al vestíbulo, cuando te pares a esperar al ascensor. El ascensor es la metáfora perfecta de lo que ocurre en tu servicio. Si eres mujer el ascensor no llega nunca. La urología es un mundo que se rige por una burda idiosincrasia de ascensores, por la triste paradoja de la espera para no llegar jamás adonde quieres. Al final acabas dentro del que baja. Si eres mujer, olvídate, no subirás. Y allí está el jefe bien dispuesto a recordarlo, bien dispuesto a palmearles las espaldas a todos tus compañeros. A él también: «¿Y qué pasa si un hijo se pone malo? Yo no puedo permitirme para el puesto alguien que no esté al cien por cien en el trabajo. Te ofrezco a ti la jefatura. Ella no». Tu marido sí que sube en su ascensor. Aceptó la jefatura de trasplantes. Pretendió que te alegraras con las migas de aquel éxito vicario. Tú bajabas.

Entrarás al vestuario y no habrá nadie. A esas horas de un domingo ya no hay nadie. A ti te gusta el hospital cuando no hay nadie, con esa gran elipsis de la vida. Escogerás un pijama de tu talla, o intentarás que se aproxime algo a tu talla. Guardarás tu ropa en la taquilla y saldrás toda vestida ya de verde. Caminarás por el pasillo hasta el quirófano. La puerta del quirófano es la entrada a un mundo de potencias abisales, a la constelación de los aceros. Tendrás hambre del corte, de los cuerpos. Tendrás la gana estéril de la sangre. Acudirán tus manos a la piel como quien va al umbral de lo sagrado. Y entonces te verás frente a la pila, con la esponja de jabón desinfectante. Te frotarás las uñas, los nudillos, las palmas, los bordes de los dedos. Y luego te pondrás un par de guantes, la bata de papel, la mascarilla. Te acercarás a las puertas automáticas y entrarás en un quirófano desierto. La camilla vacía, preparada, el foco en marcha, todos los monitores encendidos. Y una mesa de metal junto a la entrada. Una nevera azul. Allí está el órgano.

El órgano te esperará en la mesa con un brillo de sangre detenida. Y tú abrirás la caja y lo verás: el riñón con esa piel de vino tinto, con ese ramillete de cordones que nacen de su ombligo, de su vientre, de ese vientre de feto agazapado, a caballo entre dos cuerpos y dos vidas. Un feto ajeno a los procesos que lo llevan, a las manos que lo tocan, que lo arrancan, que lo imponen de nuevo entre otros órganos. Esas manos que tú conoces bien, que has visto firmando talonarios, pegadas a un volante, haciendo cosas. Las manos van al pan y, de los órganos, vuelven al pan cargadas de ambiciones. Y tú abrirás la caja y lo pondrás encima de la mesa con esmero. Irás desentrañando con paciencia las arterias, las venas, el uréter. Comprobarás que todo está en su sitio, que es un riñón que vale, que puede abrirse paso en otra vida, que puede restaurar el tiempo muerto. Lo depositarás, como a un cachorro, dentro de la batea, con cuidado. No tardará en llegar el receptor. Y tú allí, en el quirófano, esperando, pensarás que a ti también te han trasplantado a una vida que no es tuya, ni será.

Los miras a los tres sobre la arena, con sus tres tablas de surf y el neopreno, a punto de meterse entre las olas. Y apoyas la frente en el cristal. Y esperas a que suene en tu bolsillo el busca de trasplante. Que te salve.

Sutura

Un buen día te sientas a comer y, de repente, ya nada vuelve a ser lo mismo. Y la comida se queda sin tocar, pero da igual. ¡Has esperado tanto tiempo este momento!

Me han traído hasta esta sala en una silla de ruedas. He llegado al hospital por mi pie, bajo la lluvia, pero ellos han querido llevarme en esta silla. Me han preguntado si ya venía duchado y después me han ayudado a desvestirme. Hemos guardado la ropa, poco a poco, en mi pequeña bolsa de deporte, junto a un par de calcetines desgomados, el neceser, las zapatillas de ir por casa. Menuda paradoja, si no hay nada más lejos de tu casa que una sala de espera de hospital. Me han puesto esta bata que no cierra y unos peucos blancos de papel. He preguntado si tenía que quitarme el calzoncillo y me han dicho que no. Quizá más adelante me lo retirarán sin que yo me dé cuenta. Qué fácil nos aparta de nuestra voluntad estar enfermos. Una joven ha entrado, muy deprisa, a hacerme unas preguntas. Iba marcando cruces en un folio: la edad, el peso, si había desayunado, si fumo, cuántas pastillas tomo. Me ha abierto la boca con desgana, igual que se le mira a los caballos, y ha estado revisándome los brazos, buscándome las venas. Me ha sacado siete tubos de analítica y me ha puesto una vía en cada mano. Más tarde me han traído una carpeta llena de documentos y me han hecho firmar, ya ni sé cuántos. Y me han dejado aquí, sentado en el borde de la silla. Aún nadie me ha llamado por mi nombre. No sé si tengo nombre. Tengo hambre.

Recuerdo la primera vez que tuve que venir al hospital. Me levanté de noche y salpiqué con un chorro de sangre todo el váter. Después de varios días de pruebas y visitas dieron con el problema: tenía los riñones plagados de anticuerpos, mi cuerpo decidía, en un acto suicida, librar una batalla contra mis propios órganos. Y allí se jodió todo. Aprendí que la sangre pasa por los riñones unas mil quinientas veces cada día. En mi caso eso no era suficiente, así que tuve que empezar a compartirla con un riñón mecánico. El tiempo en la diálisis se aprieta, se concentra, se hace sólido. Parece que puedes verlo circular a través de los catéteres, junto a la sangre espesa, en un bucle infinito: la sangre que sale de tus venas por ese laberinto de tubos transparentes, que se impulsa en ingenios circulares, que se pierde detrás de las pantallas y regresa de nuevo hasta las venas. La vida de prestado, un tiempo raro. Una vida ligada al almanaque, incrustada entre los días de diálisis, al paso lento y torpe de los lunes, los miércoles, los viernes. La vida sincopada, hecha de las esperas de la espera.

He bajado a los perros en un breve descanso de la lluvia esta mañana. He aprovechado y he comprado dos raciones de arroz con alcachofa, con la idea de compartir con ellos. He encendido la estufa de butano y me he servido un plato. Y entonces, el teléfono. Que esperes la llamada no significa que, cuanto te llega, no caigas al vacío. Te sientas a comer y, de repente, ya nada es lo que era. El plato se ha quedado encima de la mesa. Los perros me miraban, callados, como si lo entendieran. Me he marchado sin darles de comer.

Tengo hambre, pero no sé de qué. Es un grito del cuerpo que reclama. Es el vacío arañando la sustancia. En todo lo que toco siento frío: los pies en el suelo plastificado, la piel en el respaldo de la silla. Por detrás de las puertas abatibles me llega la voz del hospital: la cháchara banal en los pasillos, el pitido insensible de las máquinas. Son voces que yo conozco bien, son parte del breviario de la espera.
Se abre la puerta y vienen a por mí. Un celador vestido de pijama me da las buenas tardes y me lleva, empuja mi silla hasta el quirófano, por un largo pasillo iluminado con tubos de neón y con las puertas forradas en acero inoxidable. Apenas me doy cuenta, estoy desnudo. Tumbado en la camilla me iluminan con este foco inmenso, desde arriba. Siento la luz caliente en el abdomen, como una mano abierta en ese punto de donde nace el hambre. Me pregunto qué comerán los perros. La muchacha de antes se me acerca, pero ahora ya no va con su carpeta. En la mano sujeta una jeringa con un líquido blanco. Me dice que procure relajarme. Noto en el brazo el tacto de su guante y voy sintiendo cómo aquello entra en mi cuerpo, poco a poco, una oleada mansa. Me muerde más el hambre, percibo su sabor: un hambre de metal, de sangre indócil, un hambre de vivir, de los demás.

Tengo en las venas el presagio de las vidas que van a traspasarme, con todas sus minúsculas verdades.
Me llega, como el rayo, la sustancia del relato total.