PARIDO POR LA TIERRA

Se para el tiempo mientras sostengo al niño en brazos. Hasta hace unos minutos dudaba de que estuviera vivo, de tan frío como lo he encontrado, con ese tacto hueco, la cara llena de verdín. Ahora tirita y le escucho como un quejido suave, no es ni siquiera un llanto. Por un momento tengo la impresión de observarme desde fuera, igual que nos observan todas las cámaras que se han ido concentrando en la boca del pozo y que ahora nos señalan entre decenas de focos. Parece que no hay nada alrededor, el niño y yo solos. Empapados los dos, frágiles, muertos de miedo.

No eran ni las cuatro cuando el timbre del teléfono me ha sacado de la cama esta mañana. Me deshice del móvil después de lo de Carlos, buscando cerrar para siempre ese canal por el que recibí la peor noticia de mi vida. Esta vez ha sido el teléfono de casa: Fede, soy Blasco, que perdón por las horas, que no olvido lo de tu hijo y lo de la baja y que lamento tener que recurrir a ti en momentos tan delicados, pero que necesito un bombero experto en espeleología y que es urgente, que como máximo responsable del cuerpo y por la gravedad del caso no me queda alternativa, que en veinte minutos tendrás un coche en la puerta y el equipo preparado aquí, en el pozo. Que el peso del deber. Que gracias. No recuerdo si he colgado el aparato, pero sí el sabor espeso del orfidal aun por digerir y los pies clavados en la moqueta del salón, en esta casa mía donde la noche ha venido a instalarse a todas horas menos cuando yo la espero. Y he salido rumbo al pozo.

Carlos murió en enero, ni un año ha pasado todavía. Estuvo cuatro meses en el hospital después del accidente, y allí nos fuimos consumiendo hasta que solo nos quedó un hilo de vida, que latía en el monitor de cuidados intensivos y que un día se rompió igual que se rompieron sus entrañas en aquella excursión el último domingo del verano, maldito mi empeño en mostrarle las grutas del Maíllo. Después ya todo ha sido oscuridad: aquel domingo me condenó a un paréntesis eterno, donde no hay manera de acotar la angustia: el dolor por la pérdida de un hijo sigue creciendo donde él ya no lo hace.

A las cinco en punto hemos llegado al pozo. No había amanecido pero el resplandor se divisaba desde la carretera: varios focos de máxima potencia rompían la noche en un círculo de luz. En él se desplegaba una actividad marcial de hombres y de máquinas que parecían regirse por un orden convergente, cuyo centro concentraba toda la atención. Era la boca, una boca de pozo estrecha por donde he pensado que a duras penas podía haber cabido el cuerpo de un ser humano. Me esperaba allí el sargento Blasco, la brigada de espeleología y un séquito de ingenieros con croquis desplegados en el suelo. No he tenido tiempo de comprender cuál era la estrategia, si es que la había. De pronto me he visto con un arnés y descolgándome por el sistema de poleas, abriéndome camino en ese pequeño orificio por donde la tierra había engullido al niño algunas horas antes. Primero las botas, luego la cintura, finalmente los hombros. Fede, ya estás dentro, comprueba que llevas el walkie conectado. Y mientras, en el punto de fuga, la mirada horrorizada de unos padres que alguien custodiaba en los márgenes de aquella maquinaria de rescate. Unos padres, he pensado, que en su extenuación sostenían el cabo de la esperanza con más tenacidad que todos los que estábamos allí ocupados.

Nos llamaron del hospital en plena madrugada. ¿Son los padres de Carlos? Sería conveniente… Su hijo ha empeorado. Carlos había muerto. Los primeros días fueron indolentes, de pura incredulidad. Después vino un alud interior que nos arrasó la vida, y largas horas de desierto. Me desprendí de todo el equipo de montaña, pensé que no podría volver a trabajar, me deshice del móvil, cerré todas las puertas. Miriam no pudo soportarlo y se marchó, condenando aquel domingo y mi puta obsesión por la víscera de la montaña.

No he tomado idea de la profundidad hasta ya bien adentro. Me ha costado entrar, el cuerpo buscando acomodarse al hueco de hormigón, las grutas siempre nos acogen como el canal del parto. Después he ido deslizándome como un autómata, la mente todavía entumecida, hasta que un mordisco de miedo me ha despertado la conciencia. El conducto parecía ya haberse ensanchado en ese punto, podía mover los brazos y las piernas con algo más de holgura. Me he llevado la mano a la cabeza y he encendido la linterna frontal. De arriba apenas entraba ya un hilo de luz, una capa de verdín brillante cubría todo el perímetro del pozo y hacia abajo apenas alcanzaba a ver más allá de mis botas. La circunferencia de roca multiplicaba el sonido de mi respiración, cada vez más rápida. He tratado de calmarme. Fede, ¿me recibes? Blasco me invocaba desde el otro lado del walkie talkie, siempre a salvo Blasco de las profundidades. He desactivado el aparato.

El chasquido con el que se quebró la cuerda quedó grabado para siempre en mi memoria. No te preocupes, Carlos, baja, un pie detrás del otro, las manos en la pared, papá no va a soltarte. La culpa es líquida y se filtra sin piedad hasta la médula. Aquel domingo Carlos estaba a punto de cumplir diez años. Su padre estaba a punto de adentrarse en una gruta sin retorno.

Como he podido he ido soltando cuerda. Un metro, dos metros, tres metros. Desde arriba quizá llegaban voces, pero no he sido capaz de evadirme de los sonidos de mi cuerpo: el latido frenético, el zumbido en los oídos. No era así la claustrofobia, este era un miedo diferente. He seguido bajando impulsado por un instinto ciego: tres metros, cuatro metros, cinco. Sentía en mi cara el vaho metálico del pozo y, de pronto, he tenido la impresión de que el pozo respiraba, una respiración muy frágil que se acoplaba a la mía, que casi me contestaba. He aguantado el aliento. Me he volteado lentamente. He dirigido la vista al fondo: ha sido primero una caja de galletas flotando en el agua negra, más tarde unas manos magulladas, después una mirada de vidrio. Ha sido un metro más de cuerda y mi cuerpo hundido hasta la cintura. Han sido mis brazos temblorosos tomando aquel cuerpecillo yerto. Ha sido la cara terrible de la muerte asomándose al pozo de la memoria.

Sostengo al niño en brazos y está vivo. Se queja suavemente, tirita, pero no llora. Respira, y en su respiración parece que le he dejado alguna cosa de la mía. El mundo nos observa desde fuera, a través de las cámaras. Verán cómo amanece lentamente alrededor del pozo. Verán a un hombre temblando de miedo y de esperanza. Verán cómo el niño pasa a las manos de los médicos y de ahí a las de sus padres, que esperamos a Carlos como parido de nuevo por la tierra.