Impacto

No me gusta conducir en verano, me perturban todos esos insectos que se estrellan contra el parabrisas y mueren en el acto. Y este sólo es un escrúpulo inocente entre todos los que tengo. Pienso mucho en ese enjambre de obsesiones que me inflaman el cerebro. Si alguna vez creí que podría soportarlas, he cambiado de opinión. Tienen algo también de golpe en el cristal, estallan una y otra vez aquí en mi superficie, y en este caso soy yo quien va muriendo, pero muy lentamente, no en el acto. La gente me trata cada día con más condescendencia, y no lo aguanto. En un primer momento nadie piensa que soy un tipo raro, pero necesito poco tiempo para empezar a acobardarlos con los cuerpos aplastados de todas mis manías. No sé muy bien por qué, pero cuando conozco a alguien siempre acabo contándole la anécdota del ciervo. Bien visto, tampoco sé por qué la llamo anécdota, si verdaderamente pienso que es el núcleo de toda esta tragedia. Creo, y te lo digo en serio, que cuando el animal traspasó el parabrisas y se empotró entre los asientos delanteros se me quebró, también a mí, alguna membrana de cordura. Hay momentos, te lo juro, en los que todavía siento la boca toda llena de las cerdas y la sangre de aquel bicho.