30 de marzo de 2020

Vive la peste en nosotros, siete siglos después. No en nuestro cuerpo ya, ya no nos mata, sino en el embrión de nuestras emociones, en la pulpa de la aprensión, en la memoria del contagio. No tenemos ya los bubones en las ingles, pero llevamos todavía racimos de ganglios enfermos en el alma: en el miedo del otro, en el asco del otro, en la culpa del otro. Estamos amasados de palabras. Y se nos transparenta hoy, la peste.

¿A quién vienen a ver? ¿Es que hay algún vecino contagiado? Grita desde dos pisos más arriba, asomada a la barandilla con los guantes y la máscara.

Hasta por el tuiter han dicho que soy un imprudente, que he puesto en riesgo a media empresa. Lo dice con la voz deshilachada. Y le pesa más esto que la fiebre.

Le hemos dicho que no vuelva por aquí, a la cuidadora. Parece que tiene a su hijo enfermo. No sea que le pegue algo a mamá. La cuidadora, que lleva diez años cultivando la vida en esa casa, ha pasado de invisible a la categoría de lo impuro.

No encuentro a nadie que me cuide a los niños, y yo doblando turnos en el hospital. Aplauden todos, pero no quieren pisar la casa de quien trabaja al otro lado.

Le hemos dicho a esa trabajadora que se quede en casa. El resto nos hemos encerrado aquí en la residencia, y estamos todos limpios. ¿Importará la salud de la auxiliar o sólo la etiqueta de lo infecto?

El virus nos despierta el vicio de las categorías, la mezquina necesidad del pasaporte, el dardo de la culpa. Nos crece la idea del contagio más allá de la racionalidad y nos parece que lo sucio vendrá a contaminarnos por todas las ventanas de la casa, por todos los poros de la piel. Y no nos contamina el virus, sino la memoria triste de la exclusión, nuestra conciencia toda fosilizada de prejuicios.

Y mientras salimos a comprar con mascarillas y con guantes ignoramos la verdad sobre el COVID. Que no vive el virus en el otro. Que no vendrá a salvarnos la distancia. Que al final sólo nos queda el otro.