Cerebro de reptil


Muchas veces la gente me ha preguntado si me gustaría conocer a su hermana. Lo hacen, normalmente, llevados por el morbo. Yo lo entiendo: una ve esas imágenes por la televisión y ya nunca se le olvidan, se pegan en la memoria, a saber dónde, al fondo de alguna circunvolución en el cerebro, o más adentro, y vuelven, una y otra vez, a lo largo de la vida. Es la llamada de lo oscuro, de lo trágico, que viene de la historia de la especie. La gente sabe mucho del caso de su hermana, hubo un tiempo en que la tele no hablaba de otra cosa. Preguntan, a veces, por detalles que hasta Carlos y mis suegros desconocen. A mis suegros, he de decirlo, de aquellos tiempos les queda sólo un grumo en la memoria, como si hubieran tenido que contraer todo el dolor en un recuerdo único y pequeño para poder dejar algún espacio a la alegría. Lo de Carlos es distinto, él ni siquiera tiene memoria de la hermana. No, al menos, dentro de su cabeza (aunque, bien pensado, sí). Guarda un recuerdo que es puramente físico, una piel toda llena de sus rastros, un santuario de cicatrices vivas, cada una como una invocación. Se gestaron siendo solamente un cuerpo, hermanos gemelos siameses, y al separarlos, al poco de nacer, él, obviamente, se llevó la mejor parte. Un éxito quirúrgico, decían, el primer caso de división cefálica viable. Pues bien, lo cierto es que sí me gustaría conocerla. He sabido que sus segundos padres son ancianos, debieron de adoptarla ya mayores, sin esperar, tal vez, que pudiera vivirles treinta años con su pequeño cerebro de reptil. Y tengo algunos planes.