7 de abril de 2020

Si le sigues las huellas al COVID puedes reconstruir los libros de familia.

Pienso por un momento que no entiendo de microbiología, que no conozco las leyes del contagio. Activo mi pensamiento mágico y sospecho que este virus va calando en los vínculos de sangre como una maldición.

Como una maldición: así me lo dice Margarita. De esa forma se les filtró la fiebre en casa. Primero su hijo Carlos, más tarde su marido y después ella. Como si el virus persiguiera las huellas del cuidado, las huellas del caldo de gallina, las de los paños húmedos y las de las manos en la frente. Una fiebre que los fue abrazando uno por uno hasta abrazar a la familia entera, hasta una sola fiebre de tamaño familiar. Y más tarde la fiebre descompuesta en combinaciones delirantes: su marido ingresado y ella y Carlos en casa, los dos juntos ingresados y Carlos solo en casa, ella sola ingresada y los otros dos en casa, ella y Carlos ingresados y su marido en casa, su hijo Carlos ingresado y ellos dos en casa. Y de nuevo los tres en el abrazo maldito de la casa.

El virus corre por la savia del árbol genealógico. Me lo puede contar Juan, cuya tos fue el preludio del desplome de una generación. Él me puede explicar cómo sostuvo, en un escalofrío compartido, hasta el último suspiro de su madre, los cien años de vida de su madre. Y cómo la besó en la frente antes de verla entrar en aquel furgón de funeraria. Y cómo cerró luego la casa para salir en dirección al hospital, donde su padre y él todavía comparten dormitorio.

El virus vive en los libros de familia y en los álbumes de fotos de familia. Es como la polilla del papel que se alimenta de los lazos de familia.

El virus socava las vigas de la casa. Las vigas y los cimientos de la casa. Se lleva la ternura de la casa. Nos deja con la fiebre de la casa.